SUPREMA CORTE DE JUSTICIA
BONAERENSE
RECHAZA PEDIDO DE AUTORIZACION DE UN CURADOR PARA INTERRUMPIR
LA ASISTENCIA
ARTIFICIAL QUE SOSTIENEN CON VIDA A SU CONYUGE, EN ESTADO
VEGETATIVO. *
A C U E R D O
En la ciudad de La Plata, a 9 de febrero de
dos mil cinco, habiéndose establecido, de conformidad con lo dispuesto en el
Acuerdo 2078, que deberá observarse el siguiente orden de votación: doctores
Hitters, Roncoroni, Negri, Kogan, Genoud, Soria, Pettigiani, se reúnen los
señores jueces de la
Suprema Corte de Justicia en acuerdo ordinario para pronunciar
sentencia definitiva en la causa Ac. 85.627, “S. , M. d. C. . Insania”.
A N T E C E D E N T E
S
El Tribunal de Familia Nº 2 del
Departamento Judicial de San Isidro rechazó la demanda del curador que solicitó
autorización para interrumpir la alimentación e hidratación artificiales de M.
d. C. S. .
Se interpusieron, por el peticionante,
recursos extraordinarios de nulidad e inaplicabilidad de ley.
Oído el señor Procurador General,
dictada la providencia de autos y encontrándose la causa en estado de dictar
sentencia, la Suprema
Corte resolvió plantear y votar las siguientes
C U E S T I O N E
S
1ª) ¿Es fundado el recurso
extraordinario de nulidad?
Caso negativo:
2ª) ¿Lo es el de inaplicabilidad de ley?
V O T A C I O
N
A la primera cuestión planteada, el
señor Juez doctor Hitters dijo:
El recurrente aduce la nulidad
sosteniendo que en el fallo se aplicaron erróneamente las leyes que defienden la
vida humana, omitiendo toda referencia a la argumentación desarrollada en la
demanda, avalada por pruebas documentales provenientes de autoridades
religiosas, éticas y científicas, lo que implica vulneración del derecho de
defensa en juicio.
Sostiene asimismo que el tribunal
resolvió sin ordenar la producción de la prueba testimonial, la que resultaba
relevante para el proceso, toda vez que el hecho de que no existiera audiencia
preliminar ni de vista de causa no obstaculizaba que se celebrara una para
recibir la misma, por lo que la denegatoria resulta arbitraria e
inconstitucional.
Entiendo que no le asiste razón al
recurrente, toda vez que la preterición denunciada no es tal.
En efecto, la conclusión a la que arriba
el fallo desplazó las argumentaciones del recurrente, por lo que no se configura
el motivo que habilita la vía extraordinaria intentada.
El vicio que por el recurso
extraordinario de nulidad se corrige en orden a lo dispuesto por el art. 168 de
la
Constitución de la Provincia, es la omisión de
tratamiento de una cuestión esencial en que incurriera el tribunal sentenciante
por descuido o inadvertencia y no cuando la cuestión que se denuncia como
preterida ha sido resuelta en el fallo de modo implícito y negativo para la
parte, cualquiera sea el grado de acierto que pueda adjudicársele a la decisión
ya que el análisis de un eventual error in iudicando es ajeno a este
medio de impugnación (conf. causa L. 36.602, sent. del 17 III 1987).
En cuanto al restante planteo cabe
señalarle al recurrente que resultan ajenos al recurso extraordinario de nulidad
los agravios vinculados a la prueba o a presuntos vicios de procedimiento (conf.
Ac.
35.498, sent. del 30 IX 1986).
Por ello, doy mi voto por la
negativa.
Los señores jueces doctores
Roncoroni, Negri, Kogan y Genoud, por los mismos fundamentos del señor
Juez doctor Hitters, votaron la primera cuestión también por la negativa.
A la primera cuestión planteada, el
señor Juez doctor Soria dijo:
1. Adhiero a los votos que me preceden,
principalmente, en lo tocante al primero de los agravios esgrimidos por el
recurrente (fs. 488 vta./489).
2. El segundo motivo que dio fundamento
al planteo nulificante por vía del remedio extraordinario, tampoco puede
prosperar.
El señor M. G. criticó que el tribunal
a quo desestimara la autorización para interrumpir la alimentación e
hidratación artificiales que sostienen con vida a su cónyuge “sin ordenar la
producción de la prueba testimonial, sobre la que insistió sin éxito varias
veces durante el proceso”, pese al rasgo relevante atribuido a ese extremo
probatorio en la solución del asunto bajo estudio (fs. 489).
Algunos testigos, indicó, informarían el
caso desde el aspecto ético moral, otros estrictamente desde el médico, otros
desde un enfoque jurídico y, finalmente, también atestiguarían quienes podrían
revelar los deseos presuntos de la causante atendiendo a su proyecto personal de
vida.
Denunciando afectación del derecho a la
jurisdicción, al debido proceso, a la tutela judicial efectiva, estimó, además,
que la denegatoria de la prueba indicada “es arbitraria e inconstitucional,
porque todo proceso más allá del marco de encuadre, debe buscar la verdad
objetiva y valerse de cuantos medios disponibles haya para alcanzar[la]”. La
arbitrariedad de la sentencia cuestionada devendría dada por haber incurrido en
«exceso ritual manifiesto», al omitir la producción de prueba razonablemente
propuesta, con invocación de los arts. 8.1 y 25.1 y 2 del Pacto de San José de
Costa Rica y 75 inc. 22º de la Constitución nacional. Hizo
expresa reserva del caso federal.
Los planteos reseñados resultan ajenos
al recurso extraordinario de nulidad interpuesto (cfr. doctr. causas Ac. 79.592,
sent. de 24 IX 2003; Ac. 85.556, sent. de 3 XII 2003; P. 74.801, sent. de 9 XII
2003, entre muchas). Ninguno de ellos se vincula estrictamente con el
cumplimiento de las formas que prescriben los arts. 168 y 171 de la Constitución
provincial para las sentencias definitivas.
De todos modos, no se advierte que el
defecto alegado atendiendo al trámite especial en que se enmarcaron las
actuaciones (fs. 356) haya revestido entidad suficiente como para configurar un
supuesto excepcionalísimo de incompatibilidad con el debido proceso u ocasionado
una merma relevante de las posibilidades de tutela judicial efectiva, capaz
eventualmente de habilitar la anulación oficiosa del pronunciamiento en crisis.
Más allá del tratamiento que merecerá,
al decidir la segunda cuestión, la denuncia relativa a los diversos avatares
procesales que gobernaron el curso de la pretensión, no puedo sino concluir que
la decisión de instruir la causa por vía de un trámite especialmente abreviado
por cierto, no cuestionado oportunamente por el recurrente , no parece haber
sido fruto de una elección arbitraria, irrazonable o incursa en error grosero y
patente, que justifique la solución nulificante intentada.
En consecuencia, doy mi voto por la
negativa.
A la primera cuestión planteada, el
señor Juez doctor Pettigiani dijo:
Adhiero al voto del doctor Hitters.
En efecto, en el fallo puesto en crisis
por el impugnante se ha resuelto la cuestión esencial que le fue oportunamente
sometida a juzgamiento al a quo.
Ello es así en tanto, ha sido plenamente
considerada la cuestión sobre la que versó la acción deducida (conf. L. 33.361,
sent. del 30 X 1984), cualquiera que fuere el acierto de la decisión adoptada
(conf. L.
32.691, sent. del 7 VIII 1984).
Cabe recordar que cuestión esencial en
los términos del art. 168 anterior 156 de la Constitución de la Provincia es aquélla que
conforma la estructura de la traba de la litis y el esquema jurídico que la
sentencia debe atender para la correcta solución del litigio (conf. L. 34.376, sent. del
22 X 1985).
En ese orden, esta Corte tiene dicho que
la deficiente consideración de la prueba o la eventual ausencia de tratamiento
de la misma, no conforma ningún supuesto de omisión de cuestión esencial en los
términos del art. 156 actual 168 de la Constitución de la Provincia (L. 32.808,
sent. del 29 V 1984; L. 51.821, sent. del 11 X 1995; L. 59.359, sent. del 19 V
1998 y L. 73.223, sent. del 18 VI 2003).
Por otra parte, la sentencia no se halla
huérfana de fundamentación legal por lo que no se encuentra transgredido el art.
171 de la Carta
Magna local. Lo que dicho dispositivo constitucional sanciona
no es la correcta o incorrecta fundamentación de la decisión sino la ausencia de
base legal (Ac. 33.695, sent. del 5 III 1985; Ac. 48.476, sent. del 16 VI 1992;
Ac. 74.729, sent. del 21 XI 2001; Ac. 79.998, sent. del 24 III 2004);
presupuesto este que como ha quedado expresado no se observa verificado en la
especie.
Finalmente, es dable señalar que el
recurso extraordinario de nulidad ha sido instituido para subsanar vicios
formales del fallo y no para corregir presuntas falencias o errores procesales
anteriores al mismo (Ac. 49.612, sent. del 17 VIII 1993).
Por todo ello, doy mi voto por la
negativa.
A la segunda cuestión planteada, el
señor Juez doctor Hitters dijo:
I. El Tribunal de Familia denegó la
petición formulada por el curador de suspender la hidratación y nutrición
artificiales proporcionadas a la señora M. d. C. S. .
Basó su decisión en lo que hace al
recurso, y en lo sustancial, en que debía salvaguardarse el derecho a la vida
por resultar un valor superior y de rango constitucional (conf. fs. 469).
II. Contra esta decisión se alza el
esposo, denunciando la vulneración de los arts. 19, 33, 75 inc. 22 de
la
Constitución nacional; 10, 12, 25 y 57 de la Constitución
provincial; 11.1, 4.1, 5.1 del Pacto de San José de Costa Rica; 11.1 y 12.1 del
Pacto de Derechos Sociales, Económicos y Culturales; 3.1, 19.1, 24.1 de
la Convención
Internacional sobre los Derechos del Niño. Hace reserva del
caso federal.
Sostiene que han sido erróneamente
interpretadas y aplicadas las normas en el fallo, toda vez que consideran que
defender la vida implica siempre intervenir para prolongarla aún con medios
desproporcionados en pacientes que se hallan en estado vegetativo permanente
como en el caso (v. fs. 486 vta./487).
Expresa que cuando el enfermo por su
inmadurez o inconsciencia no está apto para dar su consentimiento para el retiro
de asistencia desproporcionada, ni ha dejado instrucciones al respecto, toman la
decisión los parientes más cercanos y los médicos tratantes y en caso de
disenso, la justicia, lo que no excluye añade la posibilidad de que no se
acuerden tratamientos desmedidos (v. fs. 487 vta./488).
Agrega que la alimentación e hidratación
por sonda son consideradas hoy en día un tratamiento médico, equiparable a los
otros medios artificiales de sostén, de modo que retirarlas equivale moralmente
a la suspensión de cualquier tratamiento medicinal, a pesar del alto valor
simbólico que culturalmente tienen la provisión de alimentos y agua al paciente
(fs. 487).
Sostiene que el doctor N. , especialista
en bioética fue ofrecido como testigo, habiendo el mismo cambiado la opinión,
eliminando ahora el distingo entre sustento artificial y otros medios de
intervención (v. fs. 488 vta.).
III. Entiendo, en igual sentido que lo
dictaminado por el señor Procurador General, que el recurso no puede prosperar.
I. CONSIDERACIONES PREVIAS.
Me parece necesario realizar algunas
consideraciones liminares sobre lo que constituirá la pilastra de mi decisión.
La solicitud de autos es incoada por A.
H. M. G. invocando un doble carácter: por derecho propio y como curador de su
esposa (v. fs. 295). Alega que lo hace en un 60% por su cónyuge, un 30% por
sus hijos y sólo en un 10% por él (v. fs. 298 vta.).
Tal pretensión inicial colocada en sus
cabales debe ser analizada como un requerimiento judicial tendiente a suspender
un tratamiento médico (alimentación e hidratación enteral) que se viene
aplicando, desde hace varios años, a una persona que se encuentra en estado
vegetativo permanente.
En mi opinión es menester poner el
objeto de debate en su quicio, pues sólo podrá arribarse a buen puerto en la
medida que se formulen las preguntas acertadas sobre la cuestión de autos,
aunque no desconozco que las respuestas no serán sencillas.
Por ello, intentaré evitar que la
histórica discusión sobre la eutanasia concentre el foco de atención en forma
exclusiva, pues tengo para mí que el requerimiento de marras no puede servir de
soporte únicamente para reeditar en este ámbito una eterna disputa universal que
atrajo por igual a grandes pensadores de la ciencia y de la religión en todas
las épocas. Esta no es la oportunidad para ello ni los justiciables merecen esa
sola respuesta.
Lo que está en juego aquí a mi criterio
son los límites de la autonomía del paciente para rechazar o suspender un
tratamiento médico frente al deber de los galenos (impuesto desde su juramento
Hipocrático) de prolongar su vida. Esta relación derecho deber se proyecta al
modo de las dos caras de Jano.
La función de la magistratura consiste
entonces, en esta ocasión, en determinar si existe un punto razonable en el que
esa contradicción inicial puede armonizarse. Y para cumplir acabadamente tal
cometido quiero alejarme reitero de disputas ateneístas paralizantes que impidan
dar una solución actualizada a la problemática planteada, en tiempos donde los
avances científicos ponen al hombre ante la posibilidad empírica (lo que no
necesariamente debe implicar convalidación ética o jurídica) de controlar
problemas anteriores al nacimiento (v. gr. manipulación de embriones, clonación,
etc.) y hasta en algunos casos elegir el momento exacto en que se producirá su
muerte natural (v. C. , S. , “Curar o cuidar. Bioética en el confín de la vida
humana”, pág. 67, Ad Hoc, 1999).
Por otra parte, el dramatismo que la
situación expuesta trasunta para el espíritu humano se patentiza a través de las
dilemáticas propuestas formuladas en la causa por el marido de la señora S. y
parte de su familia directa. Mientras el cónyuge afirma que la mejor solución
para ella consiste en suspender la alimentación e hidratación artificial, sus
padres postulan que deben aplicarse hasta último momento aquellos medios que
posibilitan el funcionamiento de sus órganos vitales.
No abrigo ninguna duda de que todos los
protagonistas de este proceso que según reconocen se encuentran formados bajo
las mismas creencias religiosas están inspirados en su obrar por un profundo
amor hacia la persona valetudinaria, mas repito disienten sobre lo que
resultaría mejor para ella.
Tal contradicción muestra claramente que
la cuestión no puede ni debe ser resuelta desde esos valores (afectos,
emociones, creencias religiosas, etc.), y que muy difícilmente las reflexiones
que aquí se efectúen sean hábiles para trascender con igual validez a otros
casos.
Sobre tales premisas entiendo que en el
tránsito para arribar a una solución correcta en el sub lite no podrán
soslayarse los siguientes interrogantes: 1) ¿cuáles son los límites del
ejercicio del derecho del paciente a rechazar o suspender un tratamiento médico?
2) ¿se puede disponer ese rechazo por un sustituto en el subexamen?
Intentaré durante el desarrollo de este
voto contestar esos puntos que vislumbro como cruciales.
II.a. EL CONSENTIMIENTO INFORMADO.
LA FACULTAD
DEL PACIENTE PARA RECHAZAR DETERMINADOS TRATAMIENTOS
MEDICOS.
Cabe recordar que la Corte Suprema de
Justicia de la
Nación ha declarado que la vida es el primer derecho de la
persona humana que resulta reconocido y garantizado por la Constitución nacional
(“Fallos”, 302 1298, entre otros).
Los instrumentos internacionales que han
sido incorporados mediante la reforma del año 1994 por el art. 75 inc. 22 de
la Carta
Magna reconocen expresamente ese derecho (v. arts. 3° de
la Declaración
Universal de Derechos Humanos, 6° 1 del Pacto Internacional
sobre Derechos Civiles y Políticos, 1° de la Declaración Americana
de los Derechos y Deberes del Hombre, 4° 1 de la Convención Americana
sobre los Derechos Humanos, donde se señala categóricamente que nadie puede ser
privado de su vida arbitrariamente y 6° 1 y 2 de la Convención sobre los Derechos del
Niño).
Destaca S. C. que la vida es un bien
supremo, porque de él dependen todos los demás bienes (“Derechos
personalísimos”, pág. 232), afirmación que se condice con lo expuesto por el
Codificador en la nota al art. 2312 de nuestro Código Civil.
Dejando en claro entonces la prioridad
axiológica de nuestro ordenamiento jurídico, cabe encuadrar al consentimiento
informado como un desprendimiento del principio bioético de autonomía (respeto a
la dignidad y a la autodeterminación de las personas, debiendo acatarse la
decisión del paciente competente adecuadamente informado). Este consentimiento
resulta exigible con anterioridad a la aplicación de cualquier terapia médica, y
comprende dos exigencias básicas: información y libre adhesión (conf.
Blanco, Luis G., “Trasplante de órganos entre cónyuges divorciados...”, en
“Cuadernos de Bioética”, nº 0, págs. 175/6, Ad Hoc, 1996). En el art. 13 de la
ley 24.193 (Trasplantes de Organos y Materiales Anatómicos) puede encontrarse
una muestra de la regulación puntual de este instituto en nuestro país.
Dentro de la facultad de prestar un
consentimiento informado se halla, consecuentemente, el derecho del paciente a
rechazar o suspender per se determinados tratamientos, quedando ello
subordinado a otras prerrogativas de carácter fundamental e inherentes a la
persona, y cuya indisponibilidad viene normativamente establecida (conf. arts.
953, 1445 y concs., Cód. Civil). Desde tal perspectiva, estamos ante una
facultad que no es absoluta y debe ser dispuesta de conformidad con los límites
y las pautas generales establecidas por nuestro régimen legal para el ejercicio
de todos los derechos; esto es, que su uso debe ser regular en cada supuesto
concreto (conf. arts. 18, 21, 1071, 2513 y concs., Cód. civil).
En esta temática, considero que la
razonabilidad de la negativa debe constituirse en el parámetro para
establecer si el ejercicio del derecho es regular, pues si la decisión es
razonable no se contraría el fin que se tuvo en miras por la ley al reconocer
esa prerrogativa ni se exceden los límites impuestos por la buena fe, la moral y
las buenas costumbres (conf. art. 1071, Cód. Civ.).
Y si bien cuando abordé el tópico en un
principio me vi tentado a afirmar que siempre se abusa del derecho a rechazar un
tratamiento médico cuando de su no aplicación se deriva en forma inmediata y
necesaria la muerte del paciente, un análisis más profundo de la cuestión me
conduce a reconocer que toda persona debe contar al menos con la oportunidad que
no le puede ser denegada a priori de demostrar judicialmente la razonabilidad de
su opción cuando los facultativos que la atienden tengan una opinión contraria
sobre el mismo punto (conf. arts. 18, Constitución nacional y 15, Constitución
local).
II.b. LA DISTANASIA.
La distanasia es la práctica médica que
tiene por finalidad alejar la muerte –y alongar la vida- a través de medios
ordinarios y extraordinarios. Existe una importante corriente que postula la
necesidad, en determinadas circunstancias (v.gr. pacientes en estado vegetativo
permanente o persistente), de suspender los tratamientos distanásicos, cargados
de irrazonabilidad y con alto costo de sufrimiento (v. Kraut, Alfredo J., “Los
derechos de los pacientes”, pág. 84, Abeledo Perrot, 1997; Taina de Braudi,
Nelly A. Llorens, Luis R., “Disposiciones y estipulaciones para la propia
incapacidad”, pág. 8, Astrea, 1996; en igual sentido, Hooft, Pedro F. Manzini,
Jorge L., “El caso C. ...”, “El Derecho”, 149 947). Advierte D. B. , con
quien coincido en este punto sin perjuicio de que me apartaré de sus
recomendaciones en la solución final que daré al asunto, que la cuestión no
es tan clara cuando el acto médico podría condenar al paciente a una vida
“penosamente precaria” (“Nacer y morir con dignidad. Bioética”, pág. 442,
Depalma, 3ª ed., 1993).
Se ha postulado que corresponde al
enfermo y sus familiares juzgar si el empleo de instrumento y personal es
desproporcionado a los resultados previsibles, y si las técnicas usadas imponen
al paciente mayores sufrimientos y molestias que los beneficios que se puedan
obtener de los mismos. Se dice entonces que ante la inminencia de la muerte
inevitable, a pesar de los medios empleados, es lícita en conciencia la decisión
de renunciar a tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria
y penosa de la existencia (B. , D., ob. cit., pág. 443).
En consonancia con lo que vengo
afirmando, y en respuesta al primer interrogante planteado, concluyo sin
reconocer que este sea el supuesto que nos ocupa que cabe admitir la hipótesis
de que en la medida que se acrediten fehacientemente los extremos señalados en
este capítulo (utilización de medios desproporcionados o irrazonables que
procurarían sólo la prolongación de una precaria existencia), podría
eventualmente considerarse como regular el ejercicio del derecho del paciente a
rechazar ese tratamiento médico, aunque ello ponga en juego su vida. Y que como
contrapartida de la reafirmación de esa facultad, cesaría el deber del galeno de
mantenerlo vivo a ultranza.
En síntesis, soy de la opinión que no
resultaría válido sellar la suerte de la pretensión esgrimida en autos por
aplicación de una especie de principio general sobre la imposibilidad del
enfermo de apartarse de una determinada terapia cuando pueda derivarse
inmediatamente su muerte. Pues, tal actitud implicaría sujetarse a un modelo
prefijado prescindente de un análisis pormenorizado de las circunstancias
particulares de cada caso, lo que atenta en mi criterio contra la garantía del
debido proceso legal (conf. arts. 18, Const. Nac. y 8 del Pacto de San José de
Costa Rica).
III. EL CONSENTIMIENTO PRESTADO A
TRAVES DE UN SUSTITUTO.
La pauta establecida en el capítulo
anterior me permite trasladarme a otro punto del debate que advierto como
decisivo, interrogándome sobre la posibilidad legal de sustituir la voluntad del
enfermo cuando se encuentre incapacitado para expresarla.
Sabido es que en nuestro ordenamiento
jurídico no existen los living wil (testar la vida), instrumentos que en
los Estados Unidos permiten solicitar a los enfermos no ser mantenidos en vida
por medios artificiales de sustentación (v. Montoya, Daniel Mario, “El Derecho
constitucional a morir”, “La
Ley”, 1991
A 1066).
Pese a que el sistema legal
norteamericano al igual que el inglés se encuentra inspirado en esta temática en
principios diferentes al nuestro (allá la prioridad se busca en la libertad e
intimidad del paciente, mientras que en los países “romanistas” hay un concepto
“paternalista” de la medicina; conf. Caló, Emanuelle, “Bioética”, pág. 132, ed.
La Rocca), nada
impide que con el debido conocimiento y valoración de tal circunstancia se
indague sobre las instituciones de aquellas naciones que puedan aportar algún
elemento útil para resolver este asunto.
La legislación estadounidense provee dos
parámetros de “decisión por otro” para pacientes incapaces o inconscientes,
cuando debe cuestionarse la terapia aplicable. Un criterio está dado por el
mejor interés (best interest standar), que impone al representante legal
optar, según su opinión, por la vía que se identifica con el mayor bienestar del
afectado. Este mecanismo de naturaleza proteccionista es utilizado cuando la
vida del enfermo no se encuentra en riesgo.
El otro standard, es el del
criterio sustituto (substituted judgement) que impone al representante el
deber de resolver como lo hubiera efectuado la persona tutelada de haberse
encontrado en condiciones de hacerlo. Así, se pretende acercar la decisión a la
perspectiva del paciente. La jurisprudencia se ha volcado, en los casos
extremos, por aceptar este criterio (conf. Alfredo Kraut, “Los derechos de los
pacientes”, ob. cit., pág. 98 y ss.).
La Corte Suprema de Estados Unidos se pronunció en el conocido caso
“C. vs. Director, Mo. Dept. of Health” (110 S Ct2841 1990), admitiendo el
derecho constitucional de una persona competente a rechazar la continuación de
la vida a través de nutrición e hidratación artificiales, mas simultáneamente
legitimó al Estado de Missouri para exigir evidencia formal de la voluntad de N.
C. , contraria a ser mantenida viva con la ayuda de soportes vitales (sobre el
citado caso ver Montoya, Daniel, ob. cit.). Sin embargo, la polémica desatada en
el Estado de Missouri por esta solución llevó a la fiscalía, a partir de enero
de 1993,
a un cambio de criterio que permite tomar la decisión a
parientes del enfermo.
A la luz de lo dispuesto por el art. 16
del Código Civil y luego de un profundo análisis sobre la posibilidad jurídica
de incorporar los parámetros indagados anteriormente a nuestro sistema legal, me
he convencido sobre su inaplicabilidad al sub discussio. Es decir, que en
nuestro derecho positivo no se encuentra permitido trasladar una decisión tan
extrema (suspender la alimentación e hidratación artificial que conllevaría a la
muerte) a un sujeto distinto del propio afectado en forma
inmediata.
O lo que resulta idéntico: que la
facultad invocada por el solicitante, para ser ejercida por un representante
legal, debe encontrarse reconocida por nuestro ordenamiento de un modo
inequívoco respecto de su existencia y alcance.
No debe olvidarse la señalada distinción
entre los pilares sobre los que se apoya el sistema jurídico estadounidense en
esta temática, lo que me persuade que el standard allí establecido no
resulta de aplicación al menos por ahora en nuestro derecho.
Además, el Tribunal Europeo de Derechos
Humanos (v. T.E.D.H., sección 4ª, 29-IV-2002, “P. c. Reino Unido”; en un caso
con características diferentes del presente que involucraba a una paciente que
padece una enfermedad degenerativa incurable que solicitó autorización para ser
ayudada a suicidarse) ratificó recientemente el principio de que existen ciertas
conductas relacionadas con el ejercicio del derecho a la autodeterminación que
pudiendo derivar en “un riesgo” para la vida de su titular toleran la injerencia
del Estado mediante la imposición de medidas coactivas. Y ello parecería que no
admite discusiones cuando se trata de evitar el deceso de terceras personas
(conf. Calogero Pizzolo, “Entre el derecho a la vida y el derecho a la muerte:
el derecho a la autodetrminación...”, en “La Ley”, Suplemento de Derecho
Constitucional”, Buenos Aires, 24 de febrero de 2003, pág. 68).
Así las cosas, la jerarquía
constitucional otorgada al derecho a la vida (primero y más importante) impone
que, aún en caso de duda, siempre debe estarse por la solución más favorable a
su prolongación (o subsistencia). Máxime, si como sucede en esta oportunidad
ni siquiera se ha esgrimido un criterio unívoco por las personas más cercanas a
la enferma sobre cuál sería su mejor destino y la irrazonabilidad del
tratamiento aplicado no aparece tampoco acreditada de modo manifiesto o
palmario.
Es que en virtud de la prerrogativa que
se pretende utilizar, en esta oportunidad la titularidad del derecho y su
ejercicio se amalgaman como cara y contracara de una misma moneda de un modo
indisoluble.
Y si bien no desconozco que el cónyuge
ha invocado el beneficio prioritario de la señora S. y de sus hijos para
requerir la suspensión del tratamiento aplicado, tengo para mí que no se puede
hacer esta clase de bien al prójimo sin conocer su voluntad actual, que
–obviamente- no puede expresarse.
Ante el vacío normativo en cuanto a la
sustitución de la voluntad del paciente en casos como el presente no me
encuentro en condiciones -como juez- de proveer una autorización para la
muerte, pues –como expliqué- tal laguna debe llenarse en un sentido
contrario al solicitado por el recurrente (conf. art. 16, C.C.).
Por ello, en respuesta al segundo
interrogante planteado concluyo que no se puede prestar consentimiento por un
sustituto en el sub discussio.
IV. Consecuencia necesaria de este
colofón es la inoficiosidad del debate sobre si el ejercicio del derecho de la
persona enferma a suspender la alimentación artificial resultaría regular en
este caso, desde que repito su esposo no se encuentra facultado para sustituir
su voluntad. Sobre todo cuando los padres de la enferma, están en las antípodas
y la aplicación de tal tratamiento a la señora S. no aparece, por ahora, como
manifiestamente irrazonable o cruento.
V. CONCLUSION.
V.a. Sentadas las bases precedentes,
surge palmario que la suerte del recurso se encuentra sellada por la ausencia de
facultad del representante legal de sustituir la voluntad del enfermo a los
fines de tomar una decisión como la que se requiere (art. 289, C.P.C.).
V.b. Finalmente, destaco que no me pasa
inadvertido que la trama procesal de esta causa ha transitado por sitios que
lindan con su nulidad (por ausencia de designación de un curador especial para
este litigio, por denegatorias de prueba sobre extremos que podían haber
resultado conducentes, etc., y todo ello dentro de un trámite poco ortodoxo para
la solicitud efectuada); mas me encuentro convencido que escaparme de resolver
la cuestión de fondo, retrotrayendo el expediente a su punto inicial nada mejor
hubiese aportado a los interesados.
Considero suficiente lo expuesto para
dar mi voto por la negativa.
A la segunda cuestión planteada, el
señor Juez doctor Roncoroni dijo:
1. Persuadido, como lo estoy, que toda
persona adulta, libre, consciente y en su sano juicio tiene el derecho (la
libertad) de rechazar o suspender el tratamiento de una enfermedad que le es
aconsejado o aplicado por profesionales del arte de curar, aún a sabiendas de
que ello lo conducirá a la muerte, mi primera tentación, tras el meditado y
profundo voto del doctor Hitters, fue la de saltar por sobre sus dos primeros
considerandos, para situarme, sin más, en el escenario que el distinguido colega
aborda en el tercero. Es que allí parece mostrarse en su totalidad la dramática
situación jurídica y ético existencial que presenta el caso de autos: ante el
estado vegetativo permanente (y obviamente de total inconsciencia) en que se
encuentra desde hace varios años M. d. C. S. ¿es posible que sean sus
“representantes” los que expresen el consentimiento para que se le retiren los
únicos medios de hidratación y nutrición que se le dispensan (no necesita de
respirador artificial ni de reanimador cardíaco), amén de los relativos a su
higiene y cuidado e, incluso, de ser necesario, aquéllos que tiendan a anular o
mitigar el dolor y el sufrimiento, los que habrán de mantenerse en todo tiempo?
Dicho de otra manera ¿podemos trasladar
a terceros y situar en voluntad y boca de ellos aunque con el ropaje de
representantes del paciente la decisión de retirarle a este último los medios de
alimentación e hidratación artificial que aún la mantienen con vida y acelerar
el tránsito hacia su muerte natural? ¿Acaso un derecho tan personalísimo o
inherente a la persona, como que nos viene innato con la vida, puede ejercerse
por otro sin un mandato expreso por el titular de tal derecho?
2. Asomarnos a tamaños interrogantes nos
introduce en las tierras de la representación, las que de alguna manera siempre
están habitadas por una cuota de ficción. Es que la representación, en mayor o
menor medida, conlleva una cierta teatralización en cuanto el representante
actúa por y en lugar del representado a cuya figura reemplaza en ese actuar,
para desvanecerse tras ello, quedando el segundo quien no actuó como la parte,
el beneficiario o el obligado por ese actuar.
Claro que, de común, subyaciendo a ese
actuar por otro convalidándolo y dotándolo de eficacia habremos de encontrar la
voluntad expresa de este último invistiendo al primero con su representación y
dándole manda e instrucciones para actuar en su nombre.
3. Pero hay situaciones en que esa
voluntad no puede obtenerse por la incapacidad de quien debe expresarla y la
ficción se agudiza. Esto suele acontecer en el acto médico, cuando es menester
obtener el consentimiento de un paciente que no puede brindarlo por padecer una
insuficiencia o imposibilidad psicológica (menores de edad, dementes, estados de
inconciencia o incapacidad accidental e, incluso, sujetos pusilánimes u
obnubilados en grado tal por la enfermedad y el temor que puedan ver afectada su
lucidez). En tales casos, el consentimiento habrá de recabarse, en primer lugar,
del representante legal (padres, tutor, curador) y, en ausencia de estos, el
galeno ha de acudir a los parientes más cercanos, brindando una pauta de
comportamiento en el pensar de un autor el orden en que el legislador los
encolumna para prestar la obligación alimentaria en el art. 367 del Código Civil
(ver Bueres, Alberto J., “Responsabilidad Civil de los Médicos”, Tomo 1, pág.
210).
En todos estos casos no hay mandato
expreso y si en el caso de los representantes legales la investidura viene dada
o impuesta necesariamente por la ley, en los restantes supuestos se suele hablar
de una representación presumida (art. 19 inc. 3º, ley 17.132).
4. Yendo más lejos aún, cuando ni
siquiera se cuenta con quien haga de representante porque por caso privado el
paciente de conciencia la urgencia o la extrema gravedad de la situación no dan
tiempo para buscarlo o siquiera consultarlo, se utiliza la idea de un
consentimiento tácito y anticipado de la voluntad o un consentimiento presunto
que viene dado por la ley conjuntamente con la autorización que ella brinda al
profesional del arte de curar (arts. 19 cit. y 13 inc. “c” y 22 del Código de
Ética Médica de la
Provincia de Buenos Aires) para tales actos.
Como vemos, de la mano de la ficción y
con la figura de la representación y hasta del consentimiento presunto, es
posible cubrir un amplio espectro de situaciones que permiten obrar sobre el
cuerpo y salud del paciente, pese a que éste no puede exteriorizar su voluntad y
mucho menos brindar su consentimiento.
Sin embargo, la situación en que se
encuentra M. d. C. S. y que despierta los interrogantes cuya respuesta buscamos,
trasciende, en mucho, las que reflejan los ejemplos precedentes. Es que aquí no
se trata de que otros ya como representantes, ya como fieles desentrañadores de
una voluntad presunta que elevan al rango de certeza decidan por un paciente
cuál es la conducta médica a seguir para intentar obtener su cura, su sanación o
cuanto menos su alivio.
Se trata de que otros decidan por el
paciente el camino a seguir para alcanzar su muerte. O mejor dicho, que otros
ejerzan por él su derecho a morir. Y para bien decir y correcto acotar, su
derecho a morir con dignidad ante la penosa situación de esta mujer que se
encuentra en estado vegetativo persistente desde hace más de cinco años y con
pronóstico de irreversibilidad.
Mas este derecho a morir con dignidad
(al igual que su contracara y necesario presupuesto: el derecho a vivir de
idéntica manera o derecho a la vida que, incluye, la facultad de elegir cómo
terminar dignamente con ella en situaciones como la descripta) es un derecho
personalísimo, inherente a la persona y que, como tal, sólo puede ser ejercido
por su titular. No se concibe que el mismo pueda ser ejercido por un tercero con
total ignorancia de lo que podría desear o querer el titular de esa vida. Pues
si éste lo ejerce muriendo, el tercero lo ejercería matando o dejando morir a
otro. Sobre esta diferencia sustancial ya volveremos.
5.1. De allí que en mi opinión una
primera respuesta al interrogante con que abriéramos este voto y con entidad de
regla general frente a situaciones como las que nos ocupa, es que la decisión de
rechazar o suspender el o los tratamientos terapéuticos que le pueden prolongar
la vida, en principio, sólo puede ser tomada por el paciente, el titular de esa
vida. Es este quien ha de verbalizar en el momento concreto y en plena lucidez
su personalísima y trascendental opción entre emprender y agotar todos los
medios posibles que le prolonguen la vida o rechazar estos y esperar el
advenimiento de su muerte natural.
5.2. Es también él quien con antelación
a ese momento, pero previendo o presuponiendo que su futuro acaecer lo encuentre
inconsciente, privado de sus facultades mentales o con el discernimiento
obnubilado, ha de exteriorizar su voluntad inequívoca de que al llegar el mismo
se interrumpan las medidas de sostén artificial y se deje que el proceso final
se desenvuelva naturalmente, sin perjuicio de mantener las enderezadas a
neutralizar o evitar el dolor y todas aquéllas que lo presenten con una “cara
digna” frente a su propia muerte.
Y esta voluntad bien puede expresarse a
través de lo que los países sajones conocen como “living will”, testamento de
vida o testamento vital (aunque no importe un acto mortis causa desde que
produce efectos antes de la muerte y dirigidos a ella) o mediante el
otorgamiento de un poder especial (esencialmente revocable) a un tercero para
que la exteriorice cuando su mandante llegue a esas precisas y detalladas
circunstancias. Detalle de las circunstancias que, de algún modo, contiene un
testamento de vida cuyo “albacea”, por así decirlo, es el mandatario, en tanto
sujeto llamado a hacer cumplir y respetar las decisiones del testador en orden
al modo y oportunidad de lo que aquél entiende y desea sea su buen morir.
Pese a las objeciones que entre nosotros
pueden levantarse frente a tales instrumentos no receptados por las leyes
vigentes, es indiscutible que tanto uno como otro expresan en forma fidedigna la
real voluntad del paciente, hoy inconsciente o impedido de manifestarla.
6. Ahora bien ¿qué pasa cuando el
paciente en estado de inconsciencia permanente, como nuestro caso, no dejó con
antelación plasmada su voluntad sobre el modo de actuar en tal situación, ya a
través de las precisas instrucciones brindadas a un representante o volcadas en
un testamento de vida y que no dejen dudas sobre su voluntad de rehusar o
interrumpir las medidas terapéuticas tendientes a mantener sus signos vitales?
A partir del principio general sentado
en el apartado anterior (el derecho de negarse a recibir los tratamientos que lo
mantienen artificialmente con vida sólo puede ser ejercido por el titular de esa
vida) fácilmente podría conjeturarse que no queda otra conducta que continuar
con los tratamientos. Después de todo si el máximo intérprete de la Constitución nacional
ha consolidado el criterio según el cual “el derecho a la vida es el primer
derecho de la persona humana reconocido y garantizado por la Constitución nacional,
ya que siendo el hombre el centro del sistema jurídico y en tanto fin en sí
mismo, su persona es inviolable y constituye el valor fundamental respecto del
cual los demás valores tienen siempre carácter instrumental” (C.S.J.N.,
6-IV-1993, “B. , M. s/Medida cautelar”), bien puede concluirse que sin concreta
e indubitable exteriorización de voluntad del titular de esa vida en pro de
acortar la misma o acelerar su tránsito hacia la muerte, nada puede ni debe
hacerse al respecto, so pena de violar y, lo que es más, destruir ese derecho
fundamental.
Pero si en circunstancias similares al
caso que nos ocupa la voluntad del paciente puede decidir el pasaje de la
situación de vivir con auxilio de los medios de sostén a la espera sin tal
auxilio de su muerte natural, es dable entender que también ha de prestarse
oídos a tal voluntad si ella se manifestó en forma inequívoca con antelación a
llegar al estado en que se encuentra y aunque la misma no haya quedado vestida
con las formas de un testamento de vida o de un apoderamiento. Bastaría la
prueba rotunda y convincente que la paciente, en pleno uso de sus facultades
mentales y como fruto de una madura y seria reflexión, dio cuenta de sus deseos
de rechazar todo tratamiento si en el futuro llegara a encontrarse en dichas
circunstancias.
6.1. En nuestro caso tal prueba, si bien
se ha intentado (aunque con las cortapisas de la estructura procesal que se
brindara a la delicadísima pretensión que se trajo a los estrados judiciales),
no pasó de las manifestaciones volcadas extramuros del tribunal, sin contralor
ni de este último ni de quienes se oponen al pedido del cónyuge de M. d. C. . Y
lo que es peor, carentes de autenticidad al ser volcadas en soledad y en
ausencia de todo fedatario (ni judicial ni notarial) en los escritos que se
acompañan al pedido de autorización para suspender los sostenes vitales de
aquélla.
Va de suyo que tales manifestaciones
lejos están de configurar la prueba de testigos, tal como la reglamenta nuestro
ordenamiento ritual. Pero más allá de ello y en lo sustancial para lo que nos
interesa sólo traducen la conjetura de que M. d. C. “no habría elegido vivir
así” (fs. 290) o “que no querría seguir viviendo de esta manera” (fs. 292).
En mi opinión aún cuando concedamos a
esas manifestaciones validez y veracidad, carecen de la más mínima eficacia para
arrojar la certeza que buscamos sobre la fidedigna e inequívoca voluntad de M.
d. C. de cómo actuar en una concreta situación similar a la que hoy protagoniza.
No es un cambio de pareceres u opiniones
entre amigas sobre una hipotética y abstracta situación con lo que tampoco
contamos en autos , ni el mero conjeturar en torno a lo que una de ellas habría
deseado, lo que configura la plena prueba que nos deposite en los campos de la
certeza que buscamos. Es menester que la historia narrada por la testigo nos
ponga frente a una persona que, buceando en lo más profundo de su alma y de su
razón y llevada a la viva representación de su posible situación terminal, nos
brinde una reflexión harto ponderada y madura sobre su propio destino. Una
suerte de confesión en la que con verdadero compromiso racional y emotivo que
alcanza el tono del ruego, del mandato o del mensaje o prescripción a cumplir en
el futuro se proclama esa voluntad terminal. No es un mero decir, una simple
opinión o el común intercambio de ideas y sentires que surgen en la charla
amical y que puede volver a reeditarse, con posible mudanza de pareceres el día
de mañana. Es un voto, una confesión o un testimonio que una persona atravesada
por su historia, sus valores, su ética y sus creencias, sus sueños y temores,
sus amores y dolores deja sobre la forma y el modo radical en que quiere esperar
su muerte natural no la de otro llegado el momento. Y que no se verbaliza para
que quede flotando en la liviandad de una charla, sino para que se refleje en la
memoria como un deseo que cobra la entidad de encargo sobre cómo deben actuar
sus interlocutores llegado ese momento. No me parece que las narraciones de I.
M. U. d. S. (fs. 290/1) y de M. d. P. T. (fs. 292) permitan representar algo
semejante (art. 384,
C.P.C.C.).
7. Ahora bien, si el enfermo no dejó
instrucciones, ni mandas y tampoco se cuenta con manifestaciones previas a su
pérdida de conciencia que ilustren acabadamente sobre su madura y reflexiva
decisión de interrumpir o negarse a recibir tratamientos de sostén en
circunstancias como las del caso que nos convoca; si, en síntesis, se desconoce
su voluntad al respecto ¿puede autorizarse la supresión de la alimentación e
hidratación artificial que conduzca a su muerte natural?
Aquí entramos a un campo minado por las
incertidumbres y las vacilaciones a las que nos lleva el tironeo entre el
derecho a la libertad o a la autodeterminación del individuo (aquél que le
permite en forma consciente decidir sobre su propia vida, salud e, incluso salvo
excepciones sobre su muerte) y el derecho a vivir y a morir con dignidad.
8. Si concedemos que este último existe
(ver preámbulo de la Declaración Universal
de Derechos Humanos; art. 11 de la Convención Americana
sobre Derechos Humanos; preámbulo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos), vale decir que todo sujeto tiene el derecho a vivir y a morir con
dignidad ¿podemos privar del mismo a quien por hallarse en estado vegetativo
persistente, sin conciencia de sí misma y del mundo que la rodea en forma
irreversible, no puede expresarse (ni lo hizo antes cuando gozaba de lucidez) a
favor de continuar ligada a la vida en tal estado por simples medios de
hidratación y alimentación o de desligarse de ellos a la espera de su muerte
natural? Si el vivir dignamente que comprende el morir o dejar de vivir de
idéntica manera, es el derecho individual fundamental reconocido por
la
Constitución nacional ¿no suena discriminatorio reconocer su
ejercicio a quienes en pleno uso de sus facultades (en el presente o en el
pasado) expresaron su voluntad sobre el modo de morir al llegar a ese estado y
negárselos a quienes nunca exteriorizaron esa voluntad o dejaron pruebas de la
misma?
8.1. El argumento en torno a la
discriminación o el trato desigualitario para con unos u otros pacientes (según
hayan exteriorizado su voluntad por un lado y nada se sepa al respecto por otro
lado) no parece determinante. Después de todo, esto es lo que acontece con los
derechos personalísimos: sólo pueden ser ejercidos por su titular. Ya por sí o
por apoderado, pero siempre con la inconfundible voluntad impulsora de aquél que
tiene el goce innato de tal derecho por su condición de persona. Bien dice
Llambías “es inconcebible su ejercicio independientemente del individuo humano a
cuyo favor fue instituido” (“Obligaciones”, Ed. Perrot, 3ª ed., 1978, T. I,
pág. 547).
Y más aún, en ciertos supuestos ni tan
siquiera puede apoderarse a alguien para que los ejercite conforme a
instrucciones brindadas por su titular, tal como acontece con “las disposiciones
testamentarias (que) deben ser la expresión directa de la voluntad del testador.
Este no puede delegarlas ni dar poder a otro para testar, ni dejar ninguna de
sus disposiciones al arbitrio de un tercero” (art. 3619, C.C.). Cual un juego
de espejos y aunque los vocablos “testamentos” no tengan el mismo significado ni
naturaleza en cada caso bien podría decirse que tampoco el testamento de vida
puede ser delegado en un tercero.
8.2. Pese a todo, no ignoro que si el
abordaje lo hacemos desde el derecho a vivir y morir con dignidad, la
focalización de la cuestión bien puede hacerse desde enclaves y con prismas
bastantes distintos a los que he insinuado hasta ahora. No faltan autores que
enfatizando que el valor supremo en el hombre es la dignidad, el derecho a ella
ocupa el primer lugar en la escala jerárquica de los derechos individuales y con
preeminencia sobre el valor vida (Ekmekdjian, Miguel Angel, “Jerarquía
Constitucional de los Derechos Civiles”, “La Ley”, 1985 A 845; Morello, Augusto Mario y
Morello, Guillermo Claudio; “Los derechos fundamentales a la vida digna y a la
salud”, Librería Editora Platense, 2002, págs. 73 a 75).
Desde tal visión, bien puede afirmarse
que una vida indigna no merece ser vivida. Mas la determinación de esa
inutilidad no puede basarse en una llamada pauta cultural general o en
valoraciones sociales predominantes que, ante la ausencia de una norma de
derecho positivo que excluya de reproche penal a quienes facilitan esa muerte
digna, no son más que el camino a la instauración de una causal de justificación
supralegal a la que puedan echar mano los jueces. Pero más allá de que en la
sociedad las aguas siguen profundamente divididas en torno al tema como para
permitirnos hablar de una pauta cultural general, edificar sobre ella una causal
de justificación supralegal aún cuando por vía de hipótesis aceptáramos su
existencia no deja de encerrar terribles peligros, ya que mal aplicada (en
cuestiones ajenas a la que presenta este caso) puede desembocar en atrocidades
como las que provocó la
Alemania nazi o en la reimplantación de una nueva roca tarpeya.
8.3. En mi parecer, en cada caso
concreto ese juicio sobre si “mi” vida merece o no ser vivida o si es preferible
o deseable “mi” muerte porque ello preserva “mi” dignidad, es intrínsecamente
personal. Desde ya que los familiares, los amigos, los médicos que acompañan y
asisten al enfermo deben hacer todo lo posible para que el largo proceso de éste
se mantenga en los planos de la dignidad.
Y en nuestro caso, es elocuente que A.
H. M. G. ha hecho todo, pero todo lo que estaba a su alcance en pro de ello.
Basta ver el detalle de los cuidados que se le dispensan en el dictamen pericial
de fs. 339/40 y la descripción sobre el estado en que se encuentra su esposa que
realizara el señor Asesor de Menores para tomar cabal cuenta de ello (“hallé a
una mujer con un excelente estado físico y estético, arreglada, despierta,
respirando por sus propios medios y sin ninguna máquina que la controlara. Sólo
cuenta con una sonda de gastronomía mediante la cual se la alimenta e hidrata”
(fs. 424 vta.). Más aún M. G. , en una actitud que lo enaltece y dignifica a él
mismo no sólo por todo lo que hizo, sino, además, por todo lo que hará por
cubrir con un marco de dignidad el proceso de enfermedad de su mujer le dice al
Tribunal: “Para mí M. no es una carga. Es un problema psicológico para todos,
pero no una carga. Si un Juez no me autoriza a dejarla morir pero me indica que
la mande a cualquier lugar, yo seguiré cuidándola” (fs. 305).
De esto no tenemos dudas. Simplemente y
dolorosamente para el peticionante, no encuentro en nuestra legislación una
norma que permita acoger su petición.
9. Si damos primacía a la
autodeterminación de las personas, a la autonomía de su voluntad, a su libertad
de decidir cómo vivir y cómo morir siempre que no se hiera el orden público ni
el derecho de terceros nuestra postura no cambia en mucho y no se aparta de lo
ya señalado en el considerando 5 de este voto.
Tratándose de un derecho personalísimo,
inherente a la persona, el mismo sólo puede ser ejercido por su titular en
alguna de las formas indicadas en los considerandos 5.1. y 5.2. y con las
posibilidades probatorias señaladas en el considerando 6 de este mismo voto.
Mal podríamos admitir que pueda ser
ejercido por un tercero o que éste posea aptitud o legitimación procesal para
solicitar la orden judicial que permita retirarle los medios de sostén vital,
sobre todo si nada se prueba sobre el concreto y serio deseo o querer del
titular de esa vida en situación semejante.
9.1. Está fuera de disputa que no hay
derecho más personalísimo que el derecho a la vida o derecho a vivir (arts. 33 y
75 inc. 22 Const. nacional; 4 inc. 1º de la Convención Americana de
Derechos Humanos; 3 de la Declaración Universal
de Derechos Humanos; 6 inc. 1º del Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos; 6 inc. 1º de la Convención
Internacional sobre Derechos del Niño; 12 inc. 1º, Const.
Pcia. Bs. As.).
Y si éste aprehendido en su totalidad
comprende su contracara o derecho a morir, desde que la muerte es la última
cuestión con que tiene que verse el hombre, el fondo o límite final de su vivir
o de su proyecto vital como diría O. , va de suyo que sólo el titular de esa
vida, el incanjeable protagonista de ese proyecto, tiene el derecho de decidir
dejar de vivir. O si se quiere sólo él tiene la opción entre su supervivencia o
su muerte.
Por precaria, penosa y harto limitada
que sea la vida de una persona, no encuentro dentro de nuestro ordenamiento
jurídico positivo el instrumento o la causal que legitime a un tercero para
ejercer tal opción o solicitar la autorización judicial que permita ejecutar la
alternativa que conduzca a la extinción de esa otra persona, con total
prescindencia de la voluntad e ignorancia del deseo del único señor de esa vida.
Pues si éste a quien le está permitida tal opción lo ejerce muriendo; el tercero
lo ejercería matando a otro, dejándolo morir o pidiendo autorización para que
otros así lo hagan. El uno ejerce su “derecho a morir”; los otros aparecerían
ejerciendo un “derecho a matar” o “dejar morir” que, salvo puntuales casos como
el matar al enemigo en defensa de la patria; o hacerlo en ejercicio de la
legítima defensa no está justificado por nuestra legislación.
9.2. Vuelvo a decir como lo hiciera
antes, las diferencias son sustanciales. Mientras la decisión del enfermo de
negarse a recibir o solicitar el retiro de los tratamientos de sostén no
configura un acto injusto; las referidas conductas de los terceros no son otras
que las que describen el núcleo del tipo penal del delito previsto por el art.
79 del Código Penal.
Y en verdad, en estos últimos casos, no
encuentro causal de justificación del ilícito. Pues si el consentimiento del
paciente en cualquiera de las formas referidas o probadas a que le retiren los
medios de sostén sí lo es (aunque por tratarse de su propia vida y no de matar a
otro, bien podríamos hablar en estos casos de no delito, en vez de causal de
justificación); no lo es en cambio, dentro de nuestro derecho positivo vigente y
según largamente lo hemos explicitado, el de terceros o representantes sin
facultades expresas para ello. Vale decir sin el consentimiento del paciente,
previamente expresado por el mismo o, en su defecto, acabada e inequívocamente
probado.
9.3. Menos aún, cuando como en nuestro
caso el representante legal de la insana expresa que su petición tiende a
abastecer una pluralidad de intereses de diversa magnitud (un 60% por su mujer,
un 30% por sus hijos también sus representados y un 10% por sí mismo), con lo
cual esta necesidad de tutela judicial compartida por diversos sujetos expresa
un posible conflicto de intereses cuanto menos trilateral (un posible
desencuentro entre una y otros de sus representados, amén del que podría existir
entre la primera y el suyo propio) que lo invalida para asumir la representación
y peticionar la autorización del retiro de los medios de alimentación e
hidratación que mantienen con vida a M. d. C.
De nada vale que se escude en la
investidura de curador de la insana que se le concediera en otros tramos de este
expediente (el proceso de insania propiamente dicho) anteriores a la petición en
estudio. Pues precisamente aquél conflicto, amén de la férrea oposición que los
padres y el hermano de M. d. C. levantan al pretendido retiro de los medios de
hidratación y alimentación que la mantienen con vida, lo priva de legitimación.
En este proceso se debió y esto no
escapó a la inteligente mirada del doctor Hitters, ni tampoco al señor Juez de
Cámara que abriera el acuerdo en que se pronunciara la sentencia recurrida
nombrar un curador especial a M. d. C. S. (art. 61, C.C.).
A través de tal curador especial se
habría ingresado (sin la mácula que sobre el cónyuge proyectaba aquél conflicto
de intereses) en el campo propiamente asistencial para abordar la particular
problemática de M. d. C. , con la necesaria intervención del Ministerio Público.
Pero esto no se hizo y el representante de dicho Ministerio el señor Asesor de
Incapaces en las instancias ordinarias y el señor Procurador General ante esta
Corte, se opusieron a la petición del esposo de M. d. C. S. , al igual que los
padres y el hermano de ésta.
10. Tengo plena conciencia del cuadro
desgarrador a que nos enfrenta el caso de autos. También sé y no tengo por qué
ocultarlo a las partes que fui y vine innumerables veces sobre el objeto en
estudio en busca de una solución justa. Pero precisamente porque en mi ánimo
persisten dudas y disímiles son los deseos del círculo familiar íntimo de M. d.
C. , no puedo autorizar la solicitud de retiro de sus medios de hidratación y
alimentación que formulara su esposo, tal como lo expresa el magistrado que me
precede en el voto.
Voto por la
negativa.
A la segunda cuestión planteada, el
señor Juez doctor Negri dijo:
Disiento con el enfoque dado por los
señores jueces que me preceden en la votación. Anticipo sin embargo que, por
otro camino y con otros fundamentos, coincidiré con ellos en el rechazo del
recurso de inaplicabilidad de ley.
1. La exigencia de una manifestación
expresa “... de la voluntad del enfermo a los fines de tomar una decisión...”
tal como proponen, más allá de las razones que la fundan y de la invocación del
art. 289 del Código Procesal Civil y Comercial para convalidarlas, me parece
inadecuada a la situación que se plantea.
Una persona inconsciente, en lo que se
ha dado en llamar (con fuerte matiz cosificante) un “estado vegetativo”, no está
en condiciones de hacer “... conocer su voluntad actual...” para salvar de ese
modo la insuficiencia de quien pide medidas sobre ella.
Tampoco hubiera podido razonablemente
anticiparla, si, como en este caso, ese estado se produjo de modo súbito e
inesperado.
Requerir, en consecuencia, una
manifestación así o fundar sobre su ausencia una decisión final, se me ocurre
excesivo.
Por lo demás, la petición que examino,
no parece haber sido hecha por el representante legal para “... sustituir la
voluntad del enfermo...” sino más bien con el declarado propósito de allegar un
final a una situación patética que se anticipa irreversible y dar término,
simultáneamente, a la congoja que la misma provoca a su marido y a sus hijos.
Es decir ha sido formulada por derecho
propio por terceros, a pesar de que en algún momento de los escritos se invoque
la condición de curador de quien la hace o se trate de reflexionar sobre cuál
hubiese sido la opinión de la paciente de haber podido prever alguna vez su
estado actual.
2. En esas condiciones creo que el
examen de lo demandado debe realizarse sobre parámetros diversos a los que
ofrece una posible falta de legitimación activa.
Y que es menester examinar su contenido
en orden a qué se pide (más que en orden a quién lo hace) para decidir sobre su
jurídica proponibilidad.
3. Conforme constancias médicas,
psiquiátricas y psicológicas que no aparecen controvertidas, M. d. C. S.
presenta un cuadro “... de insuficiencia global y profunda de sus facultades
psíquicas, ausencia de vida consciente...”.
“... este cuadro se origina en una falta
de oxigenación prolongada por trastornos post parto, lo cual... (ha derivado)...
en un daño cerebral irreversible...”.
“... sólo se observa vida vegetativa, no
pudiendo comprender sus actos ni dirigir sus
acciones...”
“Los estudios neurofisiológicos se
correlacionan con el cuadro clínico...”.
“... se halla en estado vegetativo
permanente, teniendo respuestas que se corresponden al funcionamiento automático
del tronco cerebral pero... no puede comunicarse con sí misma ni con el medio
que la rodea debido a la falla global del funcionamiento de la corteza cerebral
y por tanto de la función cognitiva...”.
4. El esposo de la paciente por derecho
propio (fs. 295) pide “... interrumpir la alimentación e hidratación
artificiales...” de la misma, “... para que ella pueda, por fin, morir...” (fs.
298).
Aduce “... la imposibilidad de que
vuelva a la vida humana desde la vida vegetativa en que se encuentra...” (fs.
298).
Y destaca que “... es un problema
psicológico...” para él y para sus hijos su vida, advirtiendo que “... ella
merece morir dignamente y no permanecer, en forma indefinida y subhumana (sic)
en la vida vegetativa...” (fs. 298 vta.).
5. Para fundar su petición y con
invocación del art.2 de la
Constitución nacional (que estatuye que el gobierno federal
sostiene el culto católico apostólico romano) reproduce párrafos de un documento
de la Sagrada
Congregación para la Doctrina de la Fe, según el cual “... es lícito
interrumpir la aplicación de los medios terapéuticos... cuando los resultados
defraudan las esperanzas puestas en ellos...” y “... es lícito en conciencia
tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente
una prolongación precaria de la existencia...” (fs. 299).
A la transcripción de este documento
agrega la respuesta del Pbro. D. B. , profesor de Etica de la Universidad
Católica Argentina “quien evacuó la consulta personalmente y
sin vacilaciones en el sentido de que era permitido interrumpir la alimentación
e hidratación artificiales...” (fs. 300); la opinión del padre R. B. (filósofo y
teólogo, director de la revista católica Criterio) de quien acompaña un dictamen
por escrito que textualmente expresa “... es lícito moralmente que el señor A.
M. . G. , esposo de M. d. C. S. , disponga la interrupción de la hidratación
artificiales de su esposa (anexo H de la prueba); y una carta, que se acompaña
también como prueba, en el que monseñor J. C. , Obispo de San Isidro, manifiesta
que “... tal como te dije cuando estuviste conversando conmigo estoy totalmente
de acuerdo con la opinión de aquellos sacerdotes que has consultado y que
entienden que considerando las circunstancias es moralmente aceptable dejar
morir tu esposa...”“.
A esos documentos agrega otros también
de carácter eclesial (anexo G); un curriculum vitae del padre R. B. (anexo I);
algunos de carácter general, originados en los Estados Unidos de Norteamérica
sobre el estado vegetativo persistente; reflexiones sobre la futilidad médica;
algunos sobre la situación concreta de la paciente, producidos por médicos que
aseguran que “... la administración artificial de líquidos y alimentos que
recibe no puede mejorar su estado neurológico...” (fs. 170) o que “... siendo la
alimentación por gastrostomías un artificial para mantener la vida... es una
conducta piadosa y digna la suspensión de la misma...”; un dictamen particular
que opina que “... el señor A. M. .G. tiene el pleno derecho moral para...
decidir... la administración e hidratación artificial a su esposa...” (fs.
257/263), y reflexiones y diagnósticos psicológicos relativos a las
repercusiones que sobre el peticionario y sus hijos allega la situación de la
enferma.
“... es una herida abierta ... una
degradación de ella misma..., que no permite tener paz ... como si un objeto no
permitiese nunca una cicatrización ... vive degradándose...” (fs. 304).
6. A fs. 326/335 y 387/391 se presentan los padres y
hermanos de la paciente, manifestando su oposición.
Afirman que el otorgamiento de la
autorización solicitada entraría en franca colisión con el juramento
hipocrático, el Código Internacional de Etica Médica, los arts. 2.1 de
la Declaración
Universal de los Derechos Humanos y 6.1 del Pacto Internacional
de los Derechos Económicos, Culturales y Sociales y encuadraría en tipos
delictivos del Código Penal.
7. A fs. 424/427 el doctor Diego Mariano Onorati, Fiscal
Adjunto (interinamente a cargo de la Asesoría de Menores e Incapaces
respectiva) manifiesta también su oposición.
Refiere haber ido al lugar donde la
enferma se encuentra. Relata que, contrariamente a lo por él esperado, halló a
una persona de excelente aspecto físico y estético, arreglada, despierta,
respirando por sus propios medios.
“... sólo cuenta con una sonda de
gastronomía mediante la cual se la alimenta e hidrata...”.
“... parpadeaba, dirigía su mirada hacia
distintas partes, tosía, se movía al toser y efectuaba algunos gestos con el
rostro...”.
Luego de recordar su entrevista con la
profesional médica que la atiende y referir los distintos medios de cuidado
(baños, rotaciones corporales, música para estimularla) pide que la pretensión
sea rechazada in limine por contrariar derechos humanos reconocidos en la
constitución y pactos internacionales y posiblemente configurar la comisión de
un ilícito penal.
Advierte que el requerimiento en autos
no se circunscribe a la interrupción del suministro de medicación sino de “...
comida y agua, algo que no se puede negar a ningún ser humano...”.
Agrega reflexiones sobre la parábola
evangélica de los talentos y sobre la indefectible esperanza del milagro.
Esa intervención es contestada por el
peticionario a fs. 447/450, quien opone a la misma sus conversaciones con el
padre D. B. , con el padre R. B. y con monseñor J. C. , quienes, según él,
habrían alentado su convicción en la bondad del pedido.
Refiriere la situación de su esposa
comparándola con la de un alma enjaulada “como un pájaro” (fs. 448 vta.)que debe
ser liberado. Aduce que lo que pide “no es matar” sino permitir “que muera” (fs.
449).
8. Otras incidencias del juicio,
anteriores y posteriores, más allá de su manifiesto desorden, no varían las
posiciones reseñadas.
Los recursos en contra de la sentencia
adversa, insisten en la petición y argumentos sostenidos ante la instancia de
grado. Esa insistencia es contestada a fs. 518/522 por los padres y hermanos de
la enferma.
9. Con relación al recurso de nulidad
extraordinario ya he tenido oportunidad de expresarme, con el alcance que
resulta de mi voto a la primera cuestión.
Corresponde ahora que me pronuncie sobre
el recurso de inaplicabilidad de ley.
10. Lo primero que advierto en el
momento de tratarlo, es la fuerte orfandad de fundamentos legales en la demanda
incoada.
Es cierto que una carencia así puede ser
judicialmente suplida; como es cierto también que en el recurso extraordinario y
en la memoria ante esta S. Corte, el actor procura, negativamente, rebatir los
sustentos legales de la sentencia de grado, arguyendo error en su aplicación.
Pero el hecho resulta particularmente
significativo.
En escritos que han sido especialmente
prolijos al recoger opiniones religiosas y reflexiones médicas, la falta de
fundamentación jurídica parece referible más a una ausencia de normas que
validen la pretensión incoada, que a una involuntaria omisión.
11. La única alegación de derecho hecha
en su demanda por el peticionario para requerir la muerte de su esposa es la
relativa a que el gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano
(Una serie de documentos eclesiales, tratan luego de integrarse y contenerse en
él, para justificar el desenlace).
12. Sobre el particular quisiera
expresar:
1. El Estado argentino es laico, no ha
asumido como suya religión alguna. En él se respeta la libertad de cultos.
2. El sostén del culto católico
apostólico romano es económico. Derogada en la reforma de 1994 la exigencia de
su adhesión al mismo para el presidente de la Nación y la disposición del art. 67
inc. 15 de convertir a los indios al catolicismo, no existe otro privilegio que
el expresado, equiparable por lo demás, en sus efectos, al de los partidos
políticos (art. 38, Const. nac.).
3. En esas condiciones, la autoridad de
la Iglesia
Católica Apostólica Romana o el dictamen de sus pastores, más
allá de su representación, de su valor personal y de su gravitación espiritual,
no puede sustituir el derecho reconocido por la Constitución argentina ni por
la
Constitución de la provincia: la última de las cuales proclama
a la vida como uno de los atributos fundamentales de la persona, desde la
concepción en el seno materno hasta la muerte natural (art. 12.1 de su texto).
4. La imposibilidad de esta sustitución
me parece especialmente notoria cuando significaría la condena a morir, por el
recurso de privar de alimento y bebida (es decir: por hambre y sed) a una
persona. Tal actitud, propiciatoria de la muerte, aunque se haga en nombre de la
religión y por una supuesta muerte digna, tiene, desde el derecho, una respuesta
contraria, fundada en la vida.
5. La idea de que “la muerte es parte de
la vida” (fs. 484) o que el alma encarcelada en un cuerpo enfermo “espera
librarse de él para volver a Dios” (fs. 448/448 vta.), formulada a partir de
antropologías que postulan un dualismo absoluto, carece de aceptación en un
orden jurídico que reconoce derechos para el hombre total y para el cuerpo
(vivienda digna, seguridad social, etc.), realizables en la vida, no en la
muerte.
6. De cualquier manera y para
satisfacción del recurrente, aun cuando la suya fuese la posición oficial
católica (y no aseguro personalmente que lo sea) observo que otras comunidades
cristianas, no sostenidas económicamente pero identificables por su piedad y por
su fe, valoran también a la luz del Evangelio al ser humano como único e
irrepetible: no canjeable, no fungible, no abandonable, no sustituible. Hecho a
la imagen y semejanza de Dios. No matable aun en su enfermedad. No degradable en
su condición a la de vegetal. Unico ser de la creación visible a quien Dios ama
por si mismo, aun en su dolor, al punto que hasta los cabellos de su cabeza
están contados.
En una democracia plural estas otras
manifestaciones no pueden dejar también de ser recordadas por el juez, si el
derecho reclamara, en este punto, la integración de sus normas positivas con
criterios que remitiesen a una realidad más alta y verdadera.
13. Pienso, sin embargo, que éste no es
el caso.
No descubro laguna alguna en el derecho
a la vida, tal como está proclamado, ni integración necesaria para comprenderlo.
Mas bien advierto una insistencia
cuidadosa, reiterada, profunda, en valorizar la existencia humana en todos sus
estadios.
Insistencia que se revela en el hecho de
considerar al hombre persona desde su concepción en el seno materno (arts. 12.1,
Const. prov.; 63 y 70,
C.C.) y en el de incluir la idea de muerte natural como
desenlace (art. 12.1, Const. prov. ya citado). Y que se consolida luego en cada
uno de los derechos reconocidos y garantizados, derechos para la persona humana,
cuya enumeración cubriría la de todas las leyes escritas hasta hoy.
14. En su recurso el actor denuncia como
transgredidas las diversas normas que aplicó la instancia de grado para fundar
la sentencia que le fue adversa.
Pero lo hace a partir de
interpretaciones en todo sentido paradojales (fs. 528 y ss., 530 y ss.).
Denuncia violado el derecho a la vida y
demanda la muerte. Pide la desintegración de una persona y razona denunciando la
violación del derecho a que se respete la integridad física, psíquica y moral.
Propone acabar un “estado vegetativo”, reclamando a la vez protección a la honra
y a la dignidad de alguien así disminuido. Requiere se interrumpa la
administración de agua y comida y como no se le concede, dice violado el derecho
a la alimentación, vestido y vivienda. Habla de acciones privadas de los
hombres, solo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados y
comparece ante la justicia judicial para que le autorice a dejar morir. Insiste,
recurrentemente, en la idea de la muerte digna y para alcanzarla postula la
eliminación de la hidratación y el sustento. Reivindica derechos de los niños,
como si la enfermedad de la madre pudiese vulnerarlos. Contrapone sus vidas: y
el derecho es sin embargo un proyecto de armonía, no de contraposición ni de
conflicto.
No le cabe razón.
El paradigma de un ser personal
transformado en una máquina vegetativa, volviendo indiscernible lo humano de lo
inhumano; el incierto umbral biológico en el que la existencia niega su propio
testimonio; el punto límite que ya no logra despertar ni solidaridad moral ni
esperanza alguna; que ahoga hasta el sentimiento último de pertenencia al mundo
de los hombres para provocar una muerte que ya ni podría ser llamada muerte: ese
improbable momento extremo, de tantos modos irreal y de tantas formas propuesto
por la actora, no tiene acogida ni existe en el derecho argentino.
Más aun, los arts. 19, 33 y los Tratados
Internacionales incorporados por el art. 75 inc. 22 de la Constitución nacional reformada
en 1994 (arts. 1 de la Declaración Americana
de los Derechos y Deberes del Hombre; 3 de la Declaración Universal
de los Derechos Humanos; 4 y 24 de la Convención Américana
sobre Derechos Humanos -Pacto de San José de Costa Rica-, el art. 6 del Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos) los arts. 10 y 12.1 de
la
Constitución de la Provincia de Buenos Aires lo
recusan expresa e implícitamente, directa e indirectamente.
Y llevan al intérprete a la convicción
de que no resulta posible subrogar las normas de la vida a una propuesta de
muerte.
No puedo, como juez de derecho, acceder
a la petición de dejar morir de hambre y sed a M. d. C. S. .
La pretensión formulada a la justicia
judicial para que así lo autorice deviene improponible.
Corresponde su rechazo.
Voto por la
negativa.
A la segunda cuestión planteada, la
señora Jueza doctora Kogan dijo:
Llega a esta instancia la presente causa
por el recurso extraordinario de inaplicabilidad de ley interpuesto por el señor
A. H. M. G. , en su calidad de esposo y curador de la señora M. d. C. S. , en el
que solicita se lo autorice a interrumpir la alimentación e hidratación
artificiales de su esposa, quien se encuentra en estado vegetativo permanente
(EVP) desde el 13 de julio de 1998, como consecuencia de trastornos posparto que
derivaron en una encefalopatía hipóxica con convulsiones generalizadas.
Teniendo en cuenta que la cuestión a
dilucidar aquí es sumamente delicada, pues se centra en la posibilidad o no de
retirar la terapia médica que mantiene con vida a M. d. C. S. , juzgo preciso
formular previamente un atento análisis de las actuaciones.
El señor M. . G. inició el 7 de
diciembre de 1998 la presente causa solicitando la declaración de insania de su
cónyuge, la señora M. d. C. S. con fundamento en el severo estado de salud que
la misma portaba (fs. 69/73).
A tal fin se llevaron a cabo dictámenes
periciales de tres médicos especialistas en psiquiatría quienes concluyeron que
“la examinada presenta un cuadro psiquiátrico de insuficiencia global y profunda
de sus facultades psíquicas, ausencia de vida consciente, lo cual constituye una
demencia en sentido jurídico. Este cuadro se origina en una falta de oxigenación
prolongada por trastornos post-parto, lo cual derivó en un daño cerebral
irreversible; sólo se observa vida vegetativa, no pudiendo comprender sus actos
ni dirigir sus acciones” aclarando que el pronóstico es irreversible (fs.
100/101).
Sobre la base de tal dictamen, el
Tribunal de Familia Nº 2 declaró a M. d. C. incapaz por demencia en los términos
del art. 141 y concs. del Código Civil, “... afectada de ausencia de vida
consciente, insuficiencia global de facultades psíquicas”. Asimismo designó
curador definitivo de la causante a su cónyuge A. H. M. G. (fs. 110).
El 25 de octubre del año 2000 se
presentó nuevamente el señor M. G. solicitando se lo autorice a interrumpir la
alimentación e hidratación artificiales de su esposa M. d. C. (fs. 295/306),
fundando su petición en los dictámenes de médicos especialistas en neurología y
del Director del Centro de Rehabilitación L. H. donde M. d. C. se halla
internada desde julio de 1998. Acompañó también documentos de la Iglesia Católica,
opiniones de eclesiásticos y declaraciones de la Asociación Médica Mundial,
del Comité de Etica, Derecho y Humanidades de la Academia
Norteamericana de Neurología y del Comité de Bioética de
la Sociedad
Argentina de Terapia intensiva(fs. 151/292), que avalaban la
solicitud del actor de suspender el tratamiento de sostén vital de M. d. C. .
El 29 de diciembre de ese mismo año, sin
haber sido citados se presentaron en autos los padres y hermanos de M. d. C.
acreditando tal vínculo, manifestando haber tomado conocimiento por otro medio
del inicio del presente expediente.
Formularon oposición al curso de la
petición (fs. 326/335), la que ampliaron con posterioridad (fs. 387/391).
Asimismo peticionaron se revoque la designación del señor M. G. como curador de
M. d. C. , por considerar que no podía seguir representando los intereses de
quien solicita su muerte (fs. 408/409).
Habiéndose ordenado la producción de la
prueba ofrecida por la parte actora, el perito médico neurólogo de
la Asesoría
Pericial de La
Plata emitió el respectivo dictamen (fs. 339/40, 369 y sgte. y
405). Entre otras consideraciones expresó que “M. d. C. se halla en estado
vegetativo permanente teniendo respuestas que se corresponden al funcionamiento
automático del tronco cerebral, pero no puede comunicarse con sí misma ni con el
medio que la rodea debido a la falta global de funcionamiento de la corteza
cerebral y por tanto de la función cognitiva... adopta las características
clínico neurológicas evolutivas y neurofisiológicas de un estado de
irreversibilidad...” (fs. 405).
Desde entonces permanece alimentada e
hidratada a través de una sonda de gastrostomía (fs. 340).
Conferida que fue la vista al Ministerio
Pupilar, a fs. 424/7 se expidió el Asesor de Menores e incapaces Nº 2
departamental propiciando el rechazo in limine del pedido del señor M. G.
luego de efectuar una visita personal a M. d. C. en el Centro Médico de
Rehabilitación L. H. en donde halló a “una mujer con excelente aspecto físico y
estético, arreglada, despierta, respirando por sus propios medios y sin ninguna
máquina que la controlara...” solo contando con “... una sonda de gastrostomía
mediante la cual se la alimenta e hidrata...”
Llamados que fueron los autos para
dictar sentencia el 2 de mayo de 2002 se pronunció el Tribunal de Familia
rechazando la petición del señor M. G. .
Contra tal resolución, interpuso el
señor M. G. el recurso extraordinario de inaplicabilidad de la ley en examen. En
su escrito recursivo critica el actor el dictamen del Ministerio Público, así
como el de cada uno de los Magistrados del Tribunal de Familia.
Sostiene que se ha otorgado al “derecho
a la vida” una interpretación incorrecta, que conduce a la obligación de actuar
en cualquier caso con todas las medidas posibles para prolongar la vida, aunque
no existiese posibilidad de que ésta pasase de ser meramente vegetativa. Afirma
que no hay obligación de prolongarla indefinidamente cuando las posibilidades de
recuperación son nulas. Agrega que la utilización de medios desproporcionados
para que se continúe con una vida que no tiene perspectivas humanas no sólo iría
contra las más altas jerarquías en materia ética religiosa sino también contra
la
Constitución nacional pues de tal modo se vulneran los derechos
a la dignidad, a la integridad psíquica, física y moral, a la vida y a la salud,
y el derecho a morir con dignidad. Sobre este último manifiesta que la muerte
forma parte de la vida y que entonces ese derecho se vincula íntimamente con el
de vivir con dignidad. Afirma que hoy en día la alimentación e hidratación por
sonda son consideradas un tratamiento médico equiparables a los otros medios
artificiales de sostén, de modo que retirarla equivale al retiro de cualquier
tratamiento médico, a pesar del alto valor simbólico que culturalmente tienen la
provisión de alimentos y agua al paciente.
Finalmente a fs. 502/508 emite dictamen
el señor Procurador General de esta Suprema Corte aconsejando el rechazo del
recurso extraordinario interpuesto.
Ha quedado acreditado a través de las
constancias de la causa y de los informes médicos producidos en autos que M. d.
C. S. se encuentra en estado vegetativo persistente (EVP) desde hace más de 5
años y que el cuadro que presenta es irreversible.
Avala esta conclusión, el informe del
Comité de Bioética de la Sociedad Argentina de
Terapia Intensiva acompañado (fs. 257/62) del que surge que “... la señora M. d.
C. S. a los 32 años sufrió una lesión hipóxica cerebral (encefalopatía anóxica)
secundaria a un status epiléptico durante el puerperio inmediato de su cuarto
parto. Desde entonces la paciente permanece con este cuadro neurológico de
estado vegetativo permanente de acuerdo a la clasificación de la Academia
Norteamericana de Neurología que implica, desde el punto de
vista neuropsíquico, su desconexión congnitiva absoluta e irreversible y
ausencia completa de toda actividad conciente” (fs. 257).
En tales condiciones, atento el estado
vegetativo en que se encuentra M. d. C. , puede decirse que aquélla conserva su
vida en un sentido tanto biológico como jurídico (en los términos de la ley
24.193 de transplantes de órganos), mas no goza de una vida sapiente y
cognitiva.
Es indiscutible que la vida es el
derecho más elemental de la persona humana reconocido y garantizado por
la
Constitución nacional, por la Constitución provincial y por
declaraciones y tratados internacionales de jerarquía constitucional en nuestro
país (arts. 29, 33, 75.22 y concs. de la Constitución nacional, 10, 12 y
concs. de la
Constitución de la Provincia de Buenos Aires, 3 de
la Declaración
Universal de Derechos Humanos, 4 de la Convención Americana
sobre Derechos Humanos, 6 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos, entre otros).
Pero debe analizarse si este derecho
debe mantenerse a ultranza o si en ciertas circunstancias es moralmente válido
no persistir en la prolongación de la vida cuando ella es sólo biológica y
mantenida a través de un encarnizamiento terapéutico que no reporta ningún
beneficio previsible al paciente. Según el Comité de Bioética de la Sociedad
Argentina de Terapia Intensiva citado “... esta vida
esencialmente biológica ya no es un bien supremo e intangible que deba
mantenerse por encima de cualquier otra valoración...” (fs. 258).
Adelanto mi posición consistente en que
ante la irreversibilidad del cuadro médico de pacientes en estado crítico, no es
moralmente obligatorio el mantenimiento de la vida mediante todo tipo de
tratamiento de soporte vital cuando el paciente claramente rechaza esa terapia o
sus parientes en forma coincidente traslucen esa voluntad del paciente.
Sin embargo, esto no debe interpretarse como una afirmación genérica puesto que
debe estarse al estudio de cada caso en particular y especialmente al
diagnóstico y pronóstico de cada paciente, así como a la opinión del Comité de
Bioética correspondiente. En estas condiciones es que he de analizar
detenidamente el caso de M. d. C. .
En el supuesto de autos, es su cónyuge
quien solicita la suspensión del tratamiento de soporte vital, habiendo los
padres y hermanos de la causante rechazado esa petición. La cuestión a dilucidar
entonces consiste en analizar si resulta procedente autorizar la suspensión de
la alimentación e hidratación artificiales que mantienen a M. d. C. con vida,
sabiendo que el retiro de esa terapia médica conduciría inevitablemente a la
muerte.
En primer lugar advierto que si bien los
médicos son coincidentes en que la suspensión de la alimentación e hidratación
conllevaría indefectiblemente a la muerte de M. d. C. en palabras del Comité de
Bioética: “... la muerte no se produce por el aporte artificial hídrico y
nutricional...” (fs. 260) , no se ha establecido en qué plazo tal suceso
acaecería, cabiendo la posibilidad de que la prolongación de la vida de la
paciente continúe aún con el retiro de la terapia de alimentación artificial.
Sin perjuicio de ello, debe evaluarse la
posibilidad de retirar el tubo de gastrostomía a M. d. C. .Entiendo que la
solución a adoptarse debe rondar alrededor de las siguientes cuestiones: 1) En
primer lugar tal como lo analiza mi colega el doctor Hitters en torno al
consentimiento del paciente competente y debidamente informado de rehusar
determinada terapia médica y su alcance frente a la eventualidad de que tal
negativa ponga en peligro su vida, 2) En segundo lugar, en la posibilidad de que
tal consentimiento sea brindado a través de un tercero cuando el paciente no
está en estado consciente y 3) por último, en la validez de la declaración de
voluntad en el último supuesto frente a los medios proporcionados u ordinarios y
a los extraordinarios o desproporcionados de soporte vital.
1. ) Si bien la vida es un bien supremo
y el primer derecho de toda persona, éste debe armonizarse con el derecho a la
autonomía, a la autodeterminación y a la libertad individual de cada ser humano
reconocidos en el art. 19 de la Carta Magna, con estrecha
relación con la dignidad de la persona contemplada en instrumentos
internacionales de jerarquía constitucional (arts. 5.1., 7.1. 11.1 y 16,
Convención Americana sobre Derechos Humanos, 12, Pacto Internacional de Derechos
Económicos, Sociales y Culturales, entre otros). Aunque la vida es, en
principio, un derecho indisponible e intangible; cuando sólo existe en su
aspecto biológico debe valorarse la posibilidad de admitir una disponibilidad
relativa a cargo del titular de ese bien. Así, entiendo que la vida no puede
mantenerse en cualquier circunstancia y a cualquier costo, pues ese bien acarrea
también el derecho de vivir en condiciones de dignidad.
En base a ello, juzgo que debe primar la
autonomía de la voluntad del paciente que en virtud de su derecho a la
autodeterminación sobre su persona y su propio cuerpo, decide rechazar un
determinado tratamiento médico, aunque esa negativa pudiera poner en peligro su
vida.
Coincido aquí con mi colega preopinante
doctor Hitters en que debe acatarse el consentimiento del paciente competente
debidamente informado de rechazar un tratamiento médico. Ello supone atender la
voluntad del enfermo que toma la decisión de rehusar la aplicación de
determinada terapia médica, siempre que se encuentre en estado consciente y cuya
decisión se funde en una comprensión cabal de las consecuencias previsibles de
la no aplicación de la medida terapéutica propuesta, aún cuando tal decisión
derive necesariamente en la muerte.
El individuo que deniega su
consentimiento a determinado tratamiento médico no hace más que ejercer un
derecho personalísimo a disponer de su propio cuerpo y de su propia vida que
debe prevalecer bajo el amparo del art. 19 de la Constitución nacional que
establece que “las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan
al orden a y a la moral pública ni perjudiquen a un tercero, están sólo
reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los
Magistrados”.
En el orden nacional, la ley 17.132 (que
regula el ejercicio de la profesión médica en nuestro país, “El Derecho”, 20
789) en su art. 19.3 impone a los profesionales la obligación de respetar la
voluntad del paciente en cuanto a la negativa de tratarse o internarse, salvo
los casos de inconsciencia, alineación mental, lesiones graves o por causas de
accidentes, tentativas de suicidios o de delitos.
La Suprema Corte de Justicia, División Familia, de Gran Bretaña en el
caso “Ms.B.” al resolver la petición de D. E. B. S. en torno a sus deseos de que
se le desconectara el respirador artificial que la mantenía con vida en el
hospital, expresó que “un paciente mentalmente capaz tiene un derecho absoluto a
rechazar cualquier tratamiento médico por cualquier razón o sin razón alguna,
incluso cuando esa decisión lo conduzca a su propia muerte” (del voto del propio
Tribunal in re “M.B.” (Medical treatment 1997 2 FLR 426) haciendo
referencia a “S. v. B. of Governors of the Bethlehem Royal Hospital and the
Maudsley Hospital” 1985
A.C. 871 comentado por Graciela Medina y Carolina Winograd
en “El Derecho”, 2002 II 979, “El valor de la autonomía de la voluntad ante la
decisión de la muerte. El caso de Ms. B.”).
Se enrolan en esta idea del
consentimiento informado, entre otros, el doctor S. C. quien sostiene que “El
consentimiento informado es hoy, precisamente por el ejercicio de los derechos
personalísimos al cuerpo y a la salud, una prerrogativa del enfermo. Ello quiere
decir que éste tiene la facultad de rehusar todo tratamiento y terapia que se le
proponga médicamente...” (“Derechos personalísimos, Reflexiones jurídicas sobre
la muerte: justificación del suicidio asistido y de la eutanasia”,
“Jurisprudencia Argentina”, 1998 80A 131). En similar sentido se expresan Kraut,
Alfredo J., “El derecho a rechazar un tratamiento”, “Jurisprudencia Argentina”,
1997 II 898, Bueres, Alberto J., “Responsabilidad civil de los médicos”, Ed.
Hammurabi, t. 1, 1992, pág. 254; Borda, Guillermo A., “Tratado de Derecho Civil,
Parte General”, Ed. Abeledo Perrot 1999; Bergoglio de Brouwer de Koning y
Bertoldi de Fourcade, María Virginia en “La Eutanasia, distanasia y
Ortotanasia, nuevos enfoques de una antigua cuestión”, en “El Derecho”, t. 117,
780).
Por consiguiente, concluyo que frente a
la negativa del paciente consciente e informado de someterse a medidas
artificiales de soporte vital, no cabe sino a los galenos intervinientes
respetar su voluntad, sin que ello implique falta de diligencia en su labor
profesional (conf. arts. 19.3, ley 17.132, 19, Constitución nacional).
2. ) Sin embargo, tal como sucede en el
caso de autos y en la mayoría de los casos de pacientes en estado crítico e
inconscientes, el consentimiento del enfermo es muy difícil de inferir, puesto
que el individuo en estado vegetativo no constituye un ser competente para
manifestar voluntad alguna. Asimismo, es muy poco probable que el paciente haya
dejado asentada algún tipo de manifestación expresa de voluntad en forma
previa y consciente, a los fines de habilitar una toma de decisión sobre su vida
ante este supuesto. Máxime en un caso como el presente, en el que el estado
vegetativo fue desencadenado en forma abrupta e inesperada, no encontrándose M.
d. C. con anterioridad a los trastornos posparto frente a una situación u
operación riesgosa de la que pudiera inferir que una enfermedad como la que
actualmente padece pudiera acaecer.
En nuestra sociedad y en nuestro Estado
de Derecho no existen los llamados “testamentos de vida”, de trascendente valor
en el derecho angloamericano bajo el nombre de “statute living will”. Tanto en
Estados Unidos como en Inglaterra se reconoce el derecho al paciente competente
de negarse a recibir un determinado tratamiento sobre la base de un
consentimiento informado, otorgando plena validez a la declaración del individuo
capaz que dejó constancia de su voluntad de rechazar la aplicación de
determinada terapia médica ante un escribano público y con la presencia de
testigos.
Esto nos lleva a analizar nuestro
segundo interrogante: Frente a la inexistencia de manifestación expresa de la
voluntad del paciente competente, ¿puede subrogarse la decisión a los parientes
más cercanos?
Entiendo que ante la ausencia de
consentimiento expreso cabe verificar si no hay claras y convincentes evidencias
del deseo del paciente que trasluzca su voluntad de continuar o no con
determinado tratamiento de soporte vital. En ciertos casos, esa voluntad puede
inferirse a través de la opinión consensuada de los parientes más cercanos en su
carácter de subrogantes directos de la persona incapaz , siempre que cuenten con
el aval del equipo médico tratante y del Comité de Etica Médica o Junta Médica
según corresponda. Deben considerarse especialmente las declaraciones anteriores
de los pacientes, sus creencias, su forma de vida, su entorno familiar y
laboral, la posibilidad de que la decisión afecte a terceros, etc., etc.
Estimo que no cabría atribuir
responsabilidad civil ni penal ni ético profesional al equipo médico tratante,
que luego del dictamen de un Comité de Ética Médica o de una Junta Médica (arts.
41 Código de Etica Médica de la Confederación Médica
Argentina y 46, Código de Etica Médica del Colegio de Médicos de la Provincia de Buenos
Aires) y sobre la base de una decisión unánime de la familia del paciente que
trasluzca su voluntad, procediera a la suspensión del tratamiento que mantiene
con vida a un paciente en estado vegetativo persistente. Éste sería el caso de
M. d. C. , de existir una opinión consensuada de los miembros de su familia
directa. La Suprema
Corte de los Estados Unidos, en el caso “C. “ de aristas
similares al presente ante la petición de los padres de la paciente de finalizar
con la hidratación y nutrición artificial de su hija, quien se encontraba en
estado vegetativo persistente como consecuencia de un accidente automovilístico,
consideró que N. C. “... tiene un derecho fundamental bajo el Estado y
la Constitución
Federales para rechazar o requerir el retiro de procedimientos
de prolongación de la vida...”. El Presidente del Tribunal al fundamentar su
postura expresó que “... la elección entre la vida y la muerte constituye una
honda decisión personal...” y entendió que el Estado de Missouri ha podido
requerir válidamente desde la perspectiva constitucional , una evidencia
absolutamente clara y convincente de la voluntad anterior de la paciente, frente
a la petición de familiares cercanos (subrogantes) respecto a la suspensión de
la nutrición e hidratación artificial en el caso de una persona en estado
vegetativo persistente (conf. “N. C. c/Departamento de Salud del Estado de
Missouri s/Certiorari”, 110 SC T.2841 1990, comentado por Hooft, Pedro Federico
y Manzini, Jorge Luis en “El Caso C. : Eutanasia, Ortotanasia o Encarnizamiento
terapéutico?”, “El Derecho”, 149:947). La Corte en un primer pronunciamiento no
admitió el pedido de los familiares directos.
Luego, procedió a aceptar prueba
suplementaria y rever la decisión anterior, autorizando finalmente la suspensión
del tratamiento de alimentación e hidratación artificial solicitada por los
padres de la causante.
He expresado mi punto de vista hasta
ahora concluyendo que la negativa informada de un paciente para recibir
determinado tratamiento debe ser respetada por los profesionales médicos y así
también la opinión de los familiares más cercanos que traduzcan de manera
evidenciable la voluntad del paciente, cuando éste es incompetente para
expresarla y siempre que cuenten con el aval del equipo médico y Comité de Etica
Médica correspondiente.
En el caso de autos, no ha habido
voluntad expresa formulada en forma previa y consciente por M. d. C. y la
discrepancia existente entre los familiares más cercanos (el cónyuge propiciando
la suspensión del tratamiento frente a los padres y hermanos manifestando su
oposición) impide entrever una intención corroborable de la causante de no
prolongar su vida ante una situación de estado vegetativo persistente.
En estas circunstancias, me siento
imposibilitada de tomar una decisión que implique la suspensión del tratamiento
que mantiene con vida a M. d. C. .
He tomado especialmente en cuenta al
resolver el informe del Comité de Bioética de la Sociedad Argentina de
Terapia Intensiva, en donde se expresó que “en todas las situaciones de
pacientes incompetentes que antes fueron competentes y que no dejaron una
directiva anticipada o de quienes no puede efectuase un juicio sustituto,
corresponde decidir sobre el concepto bioético de los mejores intereses del
paciente. En este caso, además de retomar el siempre vigente concepto
hipocrático de promover el bienestar del paciente, el punto central es quien
toma la decisión y sobre que base...”. Continúa diciendo que “... Aquí es
unánime el acuerdo de que la familia es quien se constituye en el sustituto
adecuado para la toma de la decisión” y concluye que la familia es aquél o
aquéllos que representen los intereses del paciente no sólo legal sino
moralmente y que en el caso el señor M. G. “representa toda la autoridad moral
que puede esperarse de la familia de la paciente” (fs. 261).
No me cabe la menor duda que la decisión
debe girar siempre en torno al mejor interés del paciente. Está también
fuera de duda que el señor M. G. le ha otorgado los mejores cuidados y ha
acompañado a M. d. C. desde el comienzo de su infortunio, mas es difícil suponer
que su reclamo represente a la familia cercana toda dada la oposición de padres
y hermanos ni que su petición por sí sola evidencie en forma indubitada que tal
decisión represente el mejor interés de la paciente.
3. ) Sin perjuicio de la solución a la
que he arribado, he de pronunciarme sobre la validez del consentimiento prestado
por los familiares más cercanos del paciente que traslucen su voluntad, frente a
las medidas ordinarias o proporcionadas para la conservación de la vida y frente
a las extraordinarias o desproporcionadas de soporte vital.
Cierta corriente doctrinaria ha afirmado
que en el supuesto de pacientes inconscientes el uso de los medios
proporcionados u ordinarios no debe someterse a la decisión de los parientes
(Bergoglio de Brouwer de Koning, María Teresa y Bertoldi de Fourcade, María
Virginia, “La
Eutanasia, Distanasia y Ortotanasia. Nuevos enfoques de una
antigua cuestión”, en “El Derecho”, t. 117, 780). Coincido en ese aspecto.
Sostengo la idea de que el rechazo de un determinado tratamiento cuando es
formulado por un tercero que sustituye la voluntad del paciente sólo puede
admitirse ante las terapias desproporcionadas, entendiendo que un medio de
tratamiento tiene ese carácter cuando no puede proveer ningún beneficio real al
paciente y su uso por ende resulta injustificado e inútil para revertir el
pronóstico o para proveer algún tipo de esperanza de recuperación.
En el caso de M. d. C. , quien se
encuentra en “estado vegetativo persistente” desde hace más de 5 años, no existe
una terapia conocida que pueda generar expectativas de recuperación. En estas
circunstancias un tratamiento que sólo prolonga una vida vegetativa y precaria,
no constituye sino una medida desproporcionada de soporte vital y por ello sería
aceptable el deseo del paciente evidenciable a través de la decisión coincidente
y en conciencia de los parientes más cercanos de interrumpir esa terapia. Pero
como sostuve anteriormente esa voluntad concurrente no ha sido plasmada en
autos.
Si bien algunos autores han tildado a la
alimentación e hidratación artificiales como una medida proporcionada de
tratamiento, calificándola como “soporte vital básico”, no puedo sostener
genéricamente esa premisa. Así, más allá del valor simbólico que culturalmente
tienen la alimentación y la hidratación, deben atenderse las circunstancias de
cada caso y la posibilidad de que produzcan algún resultado favorable al
enfermo. En el caso de M. d. C. , esa terapia no ha contribuido a la evolución
de su cuadro médico.
Conforme lo sostenido por el Rdo. P. D.
B. “El médico actúa como delegado del paciente y de sus parientes más cercanos.
Los deseos de éstos deben respetarse. Si el paciente o sus parientes quieren
realmente que los medios extraordinarios continúen aplicándose o dejen de
aplicarse, es deber de los profesionales respetar su voluntad...” (en “Medios
proporcionados y no proporcionados para la prolongación de la vida”, Texto del
Simposio sobre “Muerte Digna” realizado en Córdoba el 20 de mayo de 1999 en
la Academia
nacional de Derecho y Ciencias sociales).
El jurista Francisco Tomás y Valiente
decía: “[e]s humano tomar decisiones y racional que alguna de ellas afecten a la
propia vida, incluido su final. En un estado democrático como el que tenemos a
partir de la
Constitución, la libertad como valor superior del ordenamiento
jurídico debe llegar hasta ese umbral” (El País, Opinión, diciembre de 1984).
En consecuencia, sin dejar de apreciar
la solidez de los fundamentos esgrimidos por el señor M. G. para solicitar la
suspensión del tratamiento de soporte vital de M. d. C. y de valorar los
cuidados que le ha brindado y le brinda a su mujer desde el comienzo del
infortunio, me veo actualmente imposibilitada de autorizar la suspensión de la
alimentación e hidratación artificial que se le aplica a M. d. C. ante la falta
de voluntad consensuada de los familiares más cercanos.
Voto por la
negativa.
A la segunda cuestión planteada, el
señor Juez doctor Genoud dijo
1. Debo señalar, en forma preliminar,
los defectos procesales que se advierten durante la tramitación de la petición
objeto de autos, tal como la no designación de un curador especial (conf. art.
61, Código Civil), que coloca a la causa al borde de su nulidad no obstante la
promiscua representación ejercida por el Ministerio Público.
Pero, retrotraerla al punto de inicio no
me llevaría a dar una solución distinta a la que propicio.
2. Las particularidades que encierra el
caso, llevan a interrogarme si los jueces pueden mediante visos de legalidad
otorgar inmunidad de persecución al aquí peticionante, a la sazón cónyuge y
curador, quien solicita autorización “a interrumpir la alimentación e
hidratación artificiales de [su] esposa para que ella pueda, por fin, morir”
(fs. 298); y eventualmente a la conducta que asuma el médico en su posición de
garante para con la vida del paciente (conf. arts. 79 y 106 del Código Penal, 2º
incs. “c” y “d” de la ley 13.944; v. caso “P. c/Reino Unido” [demanda Nº
2346/02] de la Corte
Europea de Derechos Humanos [4ª sección] en la Revista de Derecho Penal Nº
2002 1, Rubinzal Culzoni, Santa Fe, p. 383 y ss., con comentario de Gustavo
Eduardo Aboso).
3. Los sólidos argumentos expuestos por
el doctor Hitters en los puntos III, IV y V ap. “a” de su voto, a los que
adhiero, me eximen de despejar dicho planteo.
En tal sentido, es de recordar que en
reciente pronunciamiento de esta Corte se concedió autorización para inducir el
parto de la peticionante ante un caso de anencefalia, según el criterio que
dictaminare el equipo profesional responsable, debiendo observar en su proceder
el respeto hacia la vida embrionaria, y la solicitante conocer, entender y
consentir actualizadamente la intervención (conf. cnegativa.
A la segunda cuestión planteada, el
señor Juez doctor Soria dijo:
1. Los antecedentes del caso han sido
sintetizados en los votos precedentes, de modo que sólo reproduciré algunos
aspectos que deseo enfatizar.
El 13 de julio de 1998, M. d. C. S. , luego
del parto de su cuarto hijo, sufrió trastornos respiratorios que derivaron en un
cuadro de encefalopatía hipóxica severa con convulsiones generalizadas, quedando
en estado vegetativo permanente. En el trámite de la declaración de incapacidad
promovido por su cónyuge, A. H. M. G. , en los términos del art. 141 del Código
Civil, la junta médica informó (al 4-VI-1999) que “presenta[ba] un cuadro
psiquiátrico de insuficiencia global y profunda de sus facultades psíquicas,
ausencia de vida consciente”, configurativo de “demencia en sentido jurídico”
(fs. 100/101). El señor M. G. fue así designado curador definitivo de su esposa
(fs. 110/111).
Quedó entonces al descubierto una
gravísima situación de una paciente cuadripléjica, sin actividad voluntaria,
aquejada por una insuficiencia global de sus funciones psíquicas que, entre
otros aspectos, le impedía alimentarse, por lo que recibía el alimento por medio
de una gastrostomía (fs. 101). Posteriores informes médicos ratificaron el
diagnóstico; así, el fechado el 11-XII-2000 (fs. 311 y vta.) y las conclusiones
del perito neurológico de fecha 16-VII-2001, obrante a fs. 405, que puntualiza
el «estado vegetativo permanente» (EVP) de M. d. C. S. , impedida de comunicarse
consigo misma ni con el medio que la rodea.
Hace seis años que la situación se
mantiene: una enferma absolutamente postrada, con pérdida total de conciencia y
de posibilidades de recuperación, a quien se alimenta e hidrata de modo
artificial y que recibe cuidados permanentes en el Centro de Rehabilitación L.
H. .
2. El señor A. H. M. G. , cónyuge y
curador definitivo de la causante, quien desde el comienzo se hizo cargo de la
situación, ha solicitado la autorización para interrumpir la asistencia nutricia
e hidratante que se le suministra (fs. 295/306). En respaldo de su posición,
acompañó diversos documentos.
Algunos, expedidos por la Iglesia Católica,
entre los que se destacan la anuencia de Pbro. D. B. , profesor de Ética de
la Universidad
Católica Argentina, del Padre R. B. (filósofo y teólogo,
director de la revista católica “Criterio”), de Monseñor J. C. , Obispo de San
Isidro. Y otros, de contenido médico y bioético, emanados del Comité de Bioética
de la Sociedad
Argentina de Terapia Intensiva, declaraciones de
la Asociación
Médica Mundial, del Comité de Ética, Derecho y Humanidades de
la Academia
Norteamericana de Neurología (cfr. fs. 151/292). Todos
sostienen la moralidad de la interrupción de los medios artificiales de soporte
vital aplicados a la paciente.
Adjuntó también las manifestaciones
volcadas por I. M. U. d. S. (fs. 290/291) y M. d. P. T. (fs. 292), en su
carácter de allegadas íntimas de la causante que traducirían la conjetura de que
M. d. C. “no habría elegido vivir así” (fs. 290) o “que no querría seguir
viviendo de esta manera” (fs. 292).
3. Los padres y hermanos de la enferma
se opusieron (v. escrito de fs. 326/335 y ampliación de fs. 387/391). Para
ellos, hacer lugar a la autorización reclamada contravendría el Código
Internacional de Ética Médica y los arts. 2.1 de la Declaración Universal
de Derechos Humanos y 6.1 del Pacto Internacional de los Derechos Económicos,
Culturales y Sociales, a la vez que encuadraría en tipos delictivos del Código
Penal (fs. 332/333).
4. El Ministerio Pupilar se manifestó en
contra de la autorización, luego de efectuar una visita personal a la paciente
en el Centro de Rehabilitación donde permanece internada (fs. 424/427 y 455
vta.).
5. Con fecha 2 de mayo de 2002 el
Tribunal de Familia interviniente emitió su sentencia rechazando la petición
(fs. 459/474).
En lo sustancial, el pronunciamiento
tuvo presente que “en virtud de la importancia de los valores en juego [...]
deb[ía] salvaguardarse el derecho a la vida por resultar un valor superior y de
rango constitucional” (arts. 29, 33 y cc. de la Const. nac.; 10, 12 y cc. de
la Const.
prov.; 3 de la
Declaración Universal de Derechos Humanos; 12 del Preámbulo de
la D.U.D.H.; 4 y
27 de la
Convención Americana sobre Derechos Humanos; 1º de
la Declaración
Americana de los Derechos y Deberes del Hombre y 6 del Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos; cfr. votos de los magistrados
Ruiz y Abad). Afirmó, además, que no puede hablarse de un “derecho a la muerte”,
aun cuando se la califique como “muerte digna”, ya que significaría que la
muerte se halla en el área de las facultades y disponibilidades de su titular o
de quien dice representarla (fs. 471).
En el voto del doctor Halbide se hizo
referencia a las situaciones que rodean a la distanasia como práctica médica
tendente a alejar la muerte (o prolongar artificialmente la vida) a través de
medios terapéuticos desproporcionados y, también, en relación con ello, al valor
del consentimiento informado del paciente competente. En cuanto a los enfermos
que no manifestaron previamente su voluntad, sostuvo: “no puede recaer sobre el
familiar o allegado la facultad de decidir por [aqu]él respecto del rechazo del
tratamiento”. En definitiva, concluyó que en tales supuestos ya no sería posible
“afirmar que el derecho a la autodeterminación sirve como base para sustituir la
toma de decisiones” (fs. 473). Entendió, en suma, que si bien habría “cuestiones
constitucionales y legales para proceder al retiro de los medios artificiales de
reanimación”, deberían conservarse exclusivamente aquéllos que mantienen
hidratado y nutrido el cuerpo del paciente “hasta tanto acontezca el desenlace,
por ser los únicos proporcionados” (fs. 474). Por ello, siendo esa la situación
de la causante, votó por el rechazo de la petición formulada por el señor M. G.
.
6. Contra lo resuelto, M. G. interpuso
recurso de inaplicabilidad de ley (fs. 480/490), cuyos agravios (reproducidos en
el memorial de fs. 524/534 vta.) se han sintetizado en el voto que encabeza este
acuerdo.
En lo sustancial, criticó el alcance
asignado por el tribunal a quo al derecho a la vida, aduciendo que no se
ha distinguido entre “matar” y “no ejecutar acciones desproporcionadas de
prolongación de la vida” (fs. 482 vta.).
Tras afirmar que la “vida vegetativa” no
es per se un valor absoluto cuando las posibilidades de recuperación son
nulas, concluyó que en tales condiciones “no hay obligación de prolongarla
indefinidamente” (fs. 483). Con cita de doctrina autorizada sostuvo la no
obligatoriedad de los medios “desproporcionados” de sostén, reputando
constitucional su retiro (fs. cit.). Afirmó que obligar al paciente a utilizar
tratamientos desproporcionados para la continuación de la vida, “iría contra
la
Constitución nacional”, con base en los derechos no enumerados
(art. 33) y otros contemplados en los tratados internacionales, y
la
Constitución provincial (arts. 10, 12, 25 y 57), pues, siendo
que la muerte forma parte de la vida, el derecho a “morir con dignidad” está
íntimamente vinculado con el de vivir con dignidad, integrando el propio
“derecho a la vida” (fs. 484).
Rechazó la posición del señor Asesor de
Menores respecto a que la concreción de la autorización importaría un homicidio
calificado o, al menos, un abandono de persona seguido de muerte, pues “no puede
abandonarse a quien nunca tendrá ya vida humana, y menos puede matársela”;
simplemente, se estaría permitiendo que muera (fs. 484 vta.). Afirmó, además,
que la interrupción del tratamiento médico no conllevaría sufrimiento a la
paciente.
Denunció que las normas invocadas para
desestimar la petición han sido mal interpretadas y aplicadas, en tanto parten
de una premisa errónea, cual es la de defender la vida en cualquier
circunstancia, incluso “para prolongarla” con “medios desproporcionados” (fs.
486 vta./487).
Sobre el voto del doctor Halbide,
cuestionó que limitara la posibilidad de interrupción del sostén artificial a
los pacientes con EVP a los supuestos en que el causante hubiese formulado
previamente sus deseos en ese sentido (fs. 487).
Indicó que la decisión de intervenir
para prolongar la vida o suspender el tratamiento es siempre de un tercero:
familiar, amigo, médico o juez. Y que tan sólo en los casos en que el paciente
está consciente deben seguirse sus instrucciones (fs. 487 vta.). Defendió, por
ello, la posición que autoriza, en esos casos, a tomar la decisión crucial a los
parientes más cercanos y los médicos tratantes y, en caso de disenso, a la
justicia (fs. 488).
Agregó, por último, que hoy día el
soporte que asiste a M. d. C. es considerado una modalidad de tratamiento médico
y, por ende, su retiro es equivalente al de cualquier otro mecanismo terapéutico
de sostén de la vida, a pesar del alto valor simbólico que culturalmente tienen
la provisión de alimentos y agua al paciente (fs. 487).
En suma, abogó por la revocación del
fallo del tribunal a quo y el acogimiento de la petición de autorización
promovida. Reclamó, por último, que se tuvieran en cuenta los padecimientos de
los cuatro hijos del matrimonio y el suyo propio (fs. 485 vta.).
7. A fs. 502/508 produjo su dictamen el señor Procurador
General propiciando el rechazo del remedio articulado.
8. De las constancias de la causa surge
acreditado: i] el diagnóstico de estado vegetativo persistente de M. d. C. ; ii]
el cuadro de irreversibilidad de esa situación; iii] que la alimentación e
hidratación artificiales que recibe apunta sólo a prolongar su estado actual, y,
que, iv] su abandono o interrupción conducirá al desenlace mortal, según su
cuadro clínico y en función de los conocimientos científicos (v. pericia del
Cuerpo Médico de la
Asesoría Pericial de La Plata de fs. 339/340, 369 y ss. y 405 e
informe médico de fs. 170).
Frente a ello, la materia a dirimir en
este fallo exige determinar si en vista de las normas vigentes y habida cuenta
de la inexistencia de un consenso previo y debidamente informado de la paciente,
así como de la falta de evidencia cierta acerca de su pensamiento frente a una
situación como la que ahora experimenta, procede acoger el reclamo del esposo de
M. d. C. S. al que se oponen los padres y hermanos.
9. Antes de entrar de lleno a la
respuesta estimo necesario precisar un par de cuestiones.
a. El derecho a la vida es un atributo
primordial del ordenamiento, establecido y garantizado constitucionalmente y en
los tratados internacionales (cfr. arts. 29, 33, 75 inc. 22º de la Constitución nacional;
I, Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre; 3º, Declaración
Universal de Derechos Humanos; 6º.1, Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos; 4.1 de la Convención Americana
sobre Derechos Humanos; 10 y 12, Constitución provincial, entre otros), sin el
cual la juridicidad pierde en gran medida su sentido. Una de las manifestaciones
que irradia, a más del derecho a la integridad personal (art. 5.1, Convención
Americana sobre Derechos Humanos), lo vincula básicamente respecto de terceros
con el deber de adoptar medidas, todas las razonablemente conducentes, para
evitar la muerte (enigmático vocablo que al menos denota, como lo definiera
Vélez Sársfield, la terminación de la existencia de las personas; art. 103,
Código Civil). En el orden positivo, tal condición supone la «muerte cerebral»,
esto es, el cese de actividad de la corteza como del tronco cerebral, conforme a
los términos de la
Ley sobre Extracción y Trasplante de órganos (art. 23 de la ley
24.193).
b. De allí que, en la perspectiva
estrictamente jurídica a la que este Tribunal ha de ceñirse, el drama que
envuelve a la señora S. resulta ajeno al enunciado contenido en el citado art.
23 de la ley 24.193. A pesar de su mínima tenuidad vital, que sólo deja exhibir
alguna funcionalidad del tronco cerebral, y no obstante la inexistencia de
expectativas de reversión, M. d. C. aún está con vida; al menos, con un cierto
tipo de vida. Y ello es así hic et nunc, prescindiendo de toda conjetura
referida a una hipotética redefinición normativa de la calificación de este tipo
de estados de persistente falta de subjetividad.
c. Salta a la vista que nuestro orden
jurídico no proporciona gran variedad de soluciones para estos casos, más allá
de la permisión del acto que pueda adoptar toda persona que afronta determinados
medios terapéuticos, incluso previendo un futuro cuadro de enfermedad
irreversible. El margen de maniobra de estas decisiones frente al deber de los
médicos de prolongar la vida o de evitar una muerte, ha estado presente en esta
litis, y de ello se han ocupado los votos de los doctores Hitters, Roncoroni y
Kogan, cuyos fundamentos en lo sustancial hago propios.
d. Sólo añadiré que, en principio, el
derecho a la autonomía, basado en el respeto a la dignidad y la
autodeterminación de las personas (art. 19, Const. nac.), confiere sustento a
aquella permisión, facultando al individuo competente (capaz), a repeler o
rehusarse a continuar tolerando un determinado tratamiento médico, aunque con su
negativa malogre su vida o lo que le queda de vida.
A las personas capaces la juridicidad
reconoce un señorío sobre sus actos, su cuerpo y su propia vida (tal el alcance
dado por los doctores Barra y Fayt, en su voto concurrente, cfr. consids. 11º a
13º, in re “B. “, C.S.J.N., “Fallos”, 316:479), bien entendido que tal
libertad implica sostener, que fuera de situaciones extremadamente
excepcionales, está vedado cualquier acto intrusivo coactivo (del voto
minoritario de los doctores Petracchi y Belluscio, en el fallo
citado).
e. La autodeterminación puede tener
lugar, incluso, si el paciente privado de discernimiento o impedido de
expresarse al tiempo de recibir el tratamiento lo hubiera hecho con
anterioridad, dando testimonio de cuál habría de ser su deseo irreductible ante
una contingencia futura que lo llevara a dirimir este tipo de disyuntiva:
recibir una terapéutica para la prolongación artificial de los signos vitales o
discontinuarla o evitarla para acceder a un digno final.
f. Si bajo determinadas circunstancias
un enfermo en peligro de muerte puede decidir no afrontar una intervención
terapéutica recomendable según la praxis médica, haciendo valer su autonomía
(art. 19, Const. nac.), no veo por qué no estará facultado a invocarla cuando ha
de enfrentarse a un cuadro clínico caracterizado por la irreversibilidad. Debe
estarse, entonces, a la decisión del paciente competente adecuadamente
informado, adoptada en un ambiente libre de otra presión que no sea la inherente
al contenido dilemático de la propia situación existencial.
g. En esa línea argumental se expidió
la Corte
Constitucional de Colombia en el caso “P. P. , J. E. s/
Inconstitucionalidad del art. 326, Cód. Penal” que legisla el llamado homicidio
piadoso, en la decisión fechada el 20 de mayo de 1997. Si bien se discutió allí
un supuesto distinto al suscitado en la presente litis, en lo que resulta de
relevancia para el presente, el tribunal hizo prevalecer la autodeterminación en
los casos en que operaba el consentimiento del sujeto pasivo. Apelando a las
bases de un país democrático y pluralista, que impiden imponer a la población
una concepción de la vida como algo sagrado propio de un pensamiento religioso o
moral determinado, afirmó que “si la manera en que los individuos ven la muerte
refleja sus propias convicciones, ellos no pueden ser forzados a continuar
viviendo cuando, por las circunstancias extremas en que se encuentran, no lo
estiman deseable ni compatible con su propia dignidad, con el argumento
inadmisible de que una mayoría lo juzga un imperativo religioso o moral” (cfr.
Fallo cit. en “La
Ley”, 1997
F, p. 509 y ss., especialmente punto II, C. 1, p. 530).
h. A su turno, la trascendental decisión
sobre la propia integridad psicofísica (en sentido general, sobre la propia
salud), trasunta el ejercicio de un derecho personalísimo, que por vía de
principio queda confiado a su titular. De allí, se extraen varias consecuencias.
Por ejemplo, la ausencia de efectos jurídicos derivados de la tentativa de
suicidio y las autolesiones. O también y esto es relevante en la especie que si
la persona ha dejado de ser competente, su voluntad no es sustituible por
terceros, sino acudiendo a sus propias manifestaciones previas.
i. Mis colegas ya han señalado que en
otros sistemas puede acudirse a las llamadas «directrices o voluntades
anticipadas», tales como el “testamento vital” (living will) o la designación de
un representante (health care proxies o directive). La “evidencia clara y
convincente”, de ordinario expresada en un documento escrito y firmado, que
refleje la voluntad previa del paciente, puede impulsar la discontinuidad de un
determinado soporte terapéutico. En esa línea se enrola el fallo de
la Corte
Suprema de Justicia estadounidense en el caso “C. vs. Director,
Missouri Dept. Health” (497 U.S. 261; 1990), ya mencionado en los votos
anteriores, de características similares al presente, al reclamar un alto
standar de prueba acerca de los deseos presuntos del causante. Deseos que
también pueden derivarse en la encomienda abierta a una persona de confianza
(familiar, representante legal, etc.) para que supla su voluntad en la ocasión.
De más está aclarar que los supuestos
aludidos demandan extremar, con toda severidad, los recaudos exigidos para
comprobar la voluntad del enfermo actualmente incompetente.
10. Ahora bien, la señora S. no pudo
expresar su voluntad de interrumpir el soporte vital que todavía la asiste. Era,
por cierto, inverosímil que se previniera de ello al tiempo de internarse para
el alumbramiento de su cuarto hijo.
De igual modo, las constancias del
expediente, atípico por su gestación así como por el tipo de pretensión
articulada, no reflejan el sentido de una eventual toma de posición anterior de
quien padece semejante estado, incluyendo en ello la posibilidad de instituir a
alguna persona como “guardián” para que decida por ella en este trance.
a. Esas carencias mellan la fundabilidad
del recurso intentado. Sin despliegue posible del derecho a la autodeterminación
personal, ni evidencia sobre la convicción anterior según el propio plan de vida
de M. d. C. , y a falta de un régimen que provea alguna forma de subrogar su
decisión, no es lógico atribuirle al tribunal a quo infracción alguna en
cuanto deniega la autorización para interrumpir la hidratación y el alimento que
aquélla recibe.
b. Es que, como se ha dicho, ningún dato
de la causa permite recabar cuál fue, o habría sido, la voluntad de la esposa
del requirente de encontrarse en condiciones de expresarla, o cuál en el
supuesto de haber podido anticiparla. Carencias que no se suplen con las
manifestaciones del propio cónyuge o con las acompañadas a fs. 290/291 y 292,
que como se indica en el voto del doctor Roncoroni no configuran la prueba de
testigos regulada en nuestro régimen procesal.
Hay que reconocer también que no es
culturalmente frecuente en nuestro medio, ni desde luego jurídicamente exigible,
que las personas realicen el tipo de examen a profundidad de su conciencia que
requiere predeterminar y explicitar de algún modo una toma de posición
semejante.
c. En el caso, las únicas voluntades
puestas de manifiesto son discrepantes. La del esposo, solicitando la venia
judicial para interrumpir el soporte vital; la de los padres y hermanos,
oponiéndose a esa crucial actuación.
Y si bien la postura de la familia de
origen de la señora S. gira en derredor de sus propias valoraciones acerca del
contenido de dignidad e inviolabilidad que les merece el derecho a la vida, sin
proveer de elementos objetivos que faciliten reconstruir la opinión personal de
su hija y hermana, respectivamente, al menos cuenta en mi opinión como un factor
negativo a la hora de buscar indicios sobre la decisión que habría adoptado M.
d. C. (arg. arts. 163 inc. 5 y 384, C.P.C.C.). Así lo pienso, por
cuanto es dable presumir que todo familiar próximo tiende a respetar o intentar
realizar los últimos deseos íntimos de su ser querido, cuando ha perdido toda
comunicabilidad o entra en un cuadro irreversible.
d. Poniendo entre paréntesis el carácter
personalísimo del bien jurídico comprometido en el caso, cabe reiterar que el
ordenamiento positivo adolece de una norma reguladora de la situación de los
enfermos terminales. Ningún ser próximo del enfermo terminal que no ha dejado
«directivas anticipadas» puede decidir por éste, tal como, por ejemplo, lo
admite la Ley de
Trasplante de Órganos para las hipótesis de ablación, en ausencia de voluntad
expresa del fallecido (art. 21, ley 24.193).
e. Entretanto el legislador no exprese
su palabra en términos normativos, la tutela del derecho a la vida limita al
extremo el ámbito de apreciación de los jueces, generando una fuerte restricción
a la hora de interpretar la posibilidad de acordar primacía al pensamiento de un
pariente cercano que propicia el desenlace mortal. Restricción que denota la
insuficiencia del argumento que, en función del solo criterio de ese pariente,
en el caso, el impugnante, afirma el carácter “no arbitrario” de la interrupción
de los medios artificiales de prolongación de la vida, apelando para ello a una
lectura harto extensiva de normas que, como el art. 6º del Pacto Internacional
de Derechos Civiles y Políticos o el art. 4º ap. 1 de la Convención Americana
sobre Derechos Humanos, apuntan a otra clase de situaciones.
f. En definitiva: aunque correspondiere
reconocer que en este tipo de asuntos, en atención al resultado emergente de la
subsistencia del deber jurídico de evitación de la muerte, el contenido de tal
deber impone alguna modulación especial, concluyo en que, descartada hasta el
presente la actuación de la autonomía individual, la determinación que el
tribunal de grado impuso a esta causa ha traducido una solución jurídicamente
respetable, ante la inexistencia de un derecho invocable por el peticionario con
operatividad prevalente frente al respeto del tramo de vida humana que patentiza
la situación de M. d. C.
g. El peticionario ha realizado un
enorme esfuerzo para dispensarle a su esposa cuidados adecuados y asistirla por
muchos años (cfr. dictamen pericial de fs. 339/340 y la descripción sobre el
estado de la paciente efectuada por el señor Asesor de Menores a fs. 424 vta.).
Y, seguramente, de ese modo continuará al no lograrse la autorización que
reclama, tal como se lo hizo saber al tribunal a quo al manifestarle que su
esposa “no es una carga”; que “...[e]s un problema psicológico para todos, pero
no es una carga. Si un juez no me autoriza a dejarla morir [...], yo seguiré
cuidándola...” (fs. 305).
h. Mientras tanto, ni las voces que se
erigen desde el ámbito eclesiástico, ni los dictámenes emanados de asociaciones
o corporaciones médicas, ni las recomendaciones surgidas desde la bioética,
pueden suplir las falencias probatorias que esta causa denota.
i. Recapitulando: en el recorrido actual
que registra el presente litigio, la solución contenida en la sentencia
impugnada no luce contraria a derecho, en tanto, no existiendo en autos
posibilidad de encuadrar la petición en el marco del legítimo ejercicio del
derecho a la autodeterminación personal de la señora S. , la solicitada
interrupción de la nutrición e hidratación carecía de fundamento jurídico.
11. Sin perjuicio de lo expuesto, así
como de lo decidido en el recurso extraordinario de nulidad incoado, y de la
circunstancia de que tales reclamos, propios del recurso de inaplicabilidad de
ley, no han sido reiterados por el impugnante al articular este otro remedio
casatorio, lo atípico de su petición inicial, sumado a la carencia de
precedentes sobre la materia, me llevan a auspiciar una consideración final
relativa al alcance de este pronunciamiento.
La pretensión del señor M. G. , incoada
a fs. 295/306, fue acoplada al trámite del proceso de insania, quedando así
sujeta a las normas de ese régimen especial (fs. 356), en principio inadecuadas
para sustanciar una autorización como la deducida. Esta disfunción, pese a no
comportar en rigor la nulidad de lo actuado, ha angostado el margen cognoscitivo
correspondiente al tratamiento de este tipo de solicitud, que aparecía ya
desbordado respecto de su previsión inicial por la oposición efectuada por los
padres y hermanos de la causante.
El avance del expediente hasta la
sentencia del a quo, debido, entre otras razones, a la ausencia de reparo
oportuno del señor M. G. al encauzamiento de la petición por la vía indicada, a
más del tiempo que ha insumido su tramitación, tornan inviable retrotraer el
litigio a su punto de origen.
Mas lo cierto es que el pronunciamiento
de esta Corte sobre la cuestión de fondo debatida encierra una interpretación
novedosa acerca del espacio en el que pueden desenvolverse el derecho a la vida
y la autodeterminación personal. Como también lo es que esta doctrina no pudo
ser conocida ni, por ende, sopesada por los litigantes a fin de perfilar de la
mejor manera sus pretensiones y defensas.
Estimo por ello que el contenido de la
desestimación del recurso debe matizarse en razón de los elementos ya señalados:
la singularidad del asunto, la índole de su tramitación y la novedad de la
doctrina emergente de este acuerdo. En consecuencia, no ha de imposibilitarse
absolutamente al peticionario la prueba de la voluntad real de la paciente
frente a una situación terminal como la que ahora experimenta, sobre la base de
elementos certeros de convicción, en el marco de un cauce procesal apropiado que
asegure la debida audiencia de quienes están involucrados en esta causa y el
resguardo del interés, no claramente advertido en autos, de los hijos menores de
edad de M. d. C. (arts. 15, Const. prov.; 18, Const. nacional; 25 y 8 de
la Convención
Americana sobre Derechos Humanos).
Con el alcance dado, voto por la
negativa.
A la segunda cuestión planteada, el
señor Juez doctor Pettigiani dijo:
I. El recurrente con invocación de
dispositivos tanto de la
Constitución nacional como provincial y de Pactos
internacionales (fs. 484) sostiene que el a quo “ha violado la ley o
doctrina legal o las ha aplicado erróneamente” (fs. 480).
En ese orden, el impugnante expresa que
se debe mantener la vida por medios proporcionados teniendo para ello en
consideración la aptitud del tratamiento (fs. 483); que morir con dignidad hace
en definitiva a vivir dignamente (fs. 484); que defender la vida no implica
prolongarla con medios desproporcionados y por cualquier medio (fs. 486
vta./487).
Asimismo, el quejoso juzga erróneo
afirmar que si el paciente no ha dejado instrucciones, el tercero responsable
está obligado a seguir la dogmática regla que establecería que se debe prolongar
la vida por todos los medios (fs. 487 vta.).
Por todas las razones antes reseñadas,
entiende debe descalificarse el fallo puesto en crisis y en consecuencia
solicita se admita la autorización demandada (fs. 490).
II. El recurso no prospera.
1. Liminarmente cabe señalar que como ya
lo he sostenido con anterioridad (Ac. 82.058, sent. del 22 VI 2001), el
ordenamiento jurídico argentino no prevé ninguna acción de consulta que habilite
a los jueces a su evacuación estando en principio sólo llamados a resolver casos
de intereses controvertidos o contrapuestos que ostenten relevancia jurídica
presentados por los justiciables ante sus estrados con base en una normativa
específica.
En tal sentido es dable resaltar que la
solicitud de autorización para la adopción de medidas como las aquí requeridas
carece de base normativa concreta que la viabilice y que en tales situaciones
corresponde primordialmente decidir tales hechos a los facultativos médicos, con
estricto apego a los principios de la ética biomédica y de conformidad con los
dispositivos jurídicos en vigor.
En efecto y tal como lo señala el señor
Procurador General en su dictamen, si lo que se requiere es la autorización para
cumplir con una conducta despenalizada, no es necesaria la venia judicial,
siendo por ello inútil. En cambio, si lo que se reclama es la autorización para
incurrir en una conducta que prima facie encuadraría en un tipo penal,
dicha anuencia no puede otorgarse por ningún magistrado en razón de que éste
carece de la posibilidad de conceder licencia para delinquir, por lo que la
misma deviene de realización imposible (conf. Germán Bidart Campos,
“Autorización solicitada para abortar”, Nota a fallo en “El Derecho”, 114 184).
Es por eso que el Jefe del Ministerio
Público entiende que se trata de un caso de “improponibilidad objetiva”. A la
misma conclusión arriba mi distinguido colega doctor Negri cuando en su voto
pone en evidencia las graves falencias que exhibe la demanda que da inicio a
estos actuados. Allí se indica la carencia absoluta de normativa legal que
brinde sustento a lo peticionado ante los tribunales más allá de la manda de
la
Constitución nacional donde se establece que el gobierno
federal sostiene el culto católico apostólico romano.
Sin perjuicio de todo ello, habiendo
mediado resolución en la instancia de grado, encontrándose interpuesto el
recurso extraordinario por el representante legal de la señora S. y a los
efectos de brindar efectiva tutela y dar concreto cumplimiento a derechos y
garantías constitucionales que asisten a ésta última por encontrarse en riesgo
su vida, supremo valor que el derecho debe resguardar, considero que esta Corte
debe entender en el caso traído a su conocimiento y expedirse sobre lo
sustancial del planteo deducido.
2. Es así que comienzo diciendo que voy
a hacer referencia a los antecedentes del caso, sólo cuando ello sea
imprescindible para el desarrollo de los argumentos que despliegue, dado que
aquéllos se encuentran suficientemente reseñados a través de los votos que me
preceden, particularmente los de mis colegas los doctores Hitters, Kogan y Soria
a los que en consecuencia me remito a tales efectos.
Anticipo mi coincidencia con la
conclusión a la que arriban quienes me anteceden en la formación del presente
decisorio.
De las circunstancias de la causa se
desprende con claridad lo siguiente:
a) Que la paciente es una persona nacida
el 29 de mayo de 1966 (fs. 59), por lo que cuenta a la sazón con 38 años,
evidenciando un “excelente estado físico y estético, arreglada, despierta,
respirando por sus propios medios y sin ninguna máquina que la controlara” (fs.
424 vta.).
En cuanto a su cuadro clínico presenta
“insuficiencia global y profunda de sus facultades psíquicas, ausencia de vida
consciente...” (fs. 249), observándose “un daño cerebral irreversible” (fs. 101
vta.) y que “se halla en estado vegetativo permanente, teniendo respuestas que
se corresponden al funcionamiento automático del tronco cerebral pero que no
puede comunicarse con sí misma ni con el medio que la rodea debido a la falla
global del funcionamiento de la corteza cerebral y por tanto de la función
cognitiva” (fs. 405).
b) Que la atención de su estado y la
subsistencia sólo requieren alimento por vía de gastrostomía, es decir mediante
una sonda transcutánea colocada en el estómago (fs. 311 y 339 vta.).
c) Que no consta manifestación actual ni
pretérita de una voluntad de la paciente para que se le prive del suministro de
los vitales elementos que hoy sustentan su vida.
d) Que tampoco se comprueba la
transmisión de aquella voluntad a familiares o terceros.
e) No aparece evidenciado que en el caso
concreto la muerte de la paciente le genere algún beneficio.
f) Que el supuesto bienestar que la
muerte de la paciente pudiera procurar a su cónyuge y eventualmente a sus hijos
no posee entidad superior al derecho a la vida de aquélla.
g) Que exista alguna suerte de estado de
necesidad que torne imperioso extinguir esa vida para evitar que otros sufran un
mal inminente al que han sido extraños.
h) Que la referencia a la
irreversibilidad del estado de la paciente debe entenderse a todo evento a la
luz del estado actual de la ciencia, sin que sea posible afirmar rotundamente la
inexistencia en el futuro de una solución médica al problema que hoy se estima
insoluble.
i) Que no existe en nuestro plexo
jurídico norma alguna que autorice dar curso a la petición de autos.
j) Que el costo económico de mantener
con vida a la señora S. no pueda ser afrontado por su cónyuge o familiares, ni
mucho menos por el Estado sudsidiariamente.
3. De acuerdo a estos datos puedo
arribar a las siguientes reflexiones:
a) La afectada no es una anciana, ni
sufre una enfermedad progresiva que inexorablemente conduzca a la destrucción
inminente de su estructura orgánica. Por el contrario se trata de una persona
joven, que no parece a tenor de las circunstancias expuestas tener un mayor
desgaste físico que el que es propio de la evolución normal de cualquier otra
persona como consecuencia del paso del tiempo.
P. A. describe la inconsciencia como “la
pérdida de todos los pensamientos, sensaciones, deseos, conciencia de sí y del
ambiente, sólo permanecen las funciones vegetativas y los reflejos. De este
modo, si se administra alimento, el sistema digestivo funciona: los riñones
producen orina; además el corazón y los pulmones siguen movilizando sangre y
aire, respectivamente. Pueden persistir reflejos espinales y de tronco cerebral:
fotomotor, de deglución, óculo auditivo, parpadeo de ojos, respiración, etc. Por
consiguiente, estos pacientes al conservar un tronco cerebral indemne y
suministrársele los debidos cuidados, pueden mantenerse vivos sin asistencia
respiratoria por muchos años: en un caso, se ha informado, hasta 37 años” (“En
la frontera Vida/Muerte Problemas Bioéticos”, Ed. Universitaria, Colección El
Saber y la
Cultura, 2a. ed., Santiago de Chile, 1992, págs. 152/153).
Se desprende por consiguiente de este
cuadro y de los informes obrantes en autos que no existe pérdida de toda
actividad cerebral, conservando el cerebro de la paciente ciertas funciones
vitales, e incluso a fs. 424 vta./425 se señala que la misma ocasionalmente se
expresa gestualmente ante determinados estímulos.
Cierto es que hay quienes sostienen que
la muerte se produce cuando terminan las funciones cerebrales superiores que se
encuentran en la zona neocortical del cerebro: ser consciente, mantener la
capacidad de razonar, establecer relaciones con otra gente, comunicarnos con
otros. Pero esta posición, conocida como “muerte neocortical” va mucho más allá
de la definición de muerte encefálica hoy pacíficamente aceptada, y como apunta
Florencia Luna (en Luna, Florencia Salles, Arleen, “Decisiones de Vida y Muerte.
Eutanasia, Aborto y Otros temas de Etica Médica”, Ed. Sudamericana, Bs. As.,
1995, p. 120) parece ignorar que “los cuerpos “muertos” a veces, respiran sin
necesidad de respirador , bostezan, atraviesan ciclos de sueño, tragan... Puede
resultar difícil y polémico declarar que están muertas, aún cuando nunca puedan
volver a tener conciencia y sus vida sean meramente
vegetativas”.
El propio A. alerta sobre la
conveniencia de “una observación prolongada antes de hacer el diagnóstico de EVP
(Estado Vegetativo Permanente), por lo menos para los daños de origen hipóxico
tal el de autos en gente joven” (op. cit., págs. 153/154, con cita cfr. AA.
VV., Guidelines for determination of death, en “Journal of the American Medical
Association”, CCXLVI, 1981, p. 2186).
No advierto que exista una prolongación
artificial o con más precisión artificiosa de su vida, por cuanto no estamos
frente a una paciente claudicante, sino a alguien que con sustento físico
suficiente parece carecer momentáneamente de una función que siéndole restituida
podría llevarla al goce de una vida plena.
Es decir que encuentro en ella como
consecuencia de una lectura amplia del expediente y de los informes vertidos en
él, particularmente del obrante a fs. 424/427 una posibilidad cierta de
supervivencia, no tratándose de ninguna manera el suyo de un organismo
decrépito, sino del de alguien que parece estar más próxima a la vida que a la
muerte.
Coincido en que en algunos casos cuando
la prolongación artificiosa de la vida se encuentra “cargada de irracionalidad y
con alto costo de sufrimiento” como señala el doctor Hitters resulta en mi
criterio legal y éticamente correcto dejar que la naturaleza siga su curso y que
se produzca lo inevitable, en razón de que el cuerpo carece de toda aptitud para
sustentar las funciones vitales.
Así por ejemplo sucedería cuando un
envejecimiento extremo o un proceso de metástasis indetenible torne imposible
toda regeneración. Pero no cuando las funciones vitales pueden ser mantenidas
con la mera alimentación o aún mediante el agregado o la sustitución de un
órgano en la medida que el contexto físico del paciente lo posibilite.
b) No podemos sin caer en una evidente
exageración , aventurar que en el caso estamos frente a lo que ha dado en
denominarse un “encarnizamiento terapéutico” ni frente a la utilización de
medios que puedan tacharse de desproporcionados o extraordinarios.
Refiere A. que a través del tubo
instalado mediante una incisión quirúrgica en el estómago, una de las
intervenciones médicas que se practican para alimentar e hidratar a un paciente,
utilizada en el caso que nos ocupa, “se instilan soluciones de nutrientes o una
dieta licuificada... La intervención quirúrgica es usualmente simple y el
cuidado de la gastronomía también es sencillo”. Su remoción requiere una
intervención quirúrgica (op. cit., p. 137).
Colegimos entonces fácilmente que nos
enfrentamos con una medida de sostenimiento, que debe mantenerse a todo evento,
aún cuando se aduzca con la relatividad que luego expondremos que el estado del
paciente es irreversible.
No puede generalizarse dogmáticamente
que en cualquier situación de EVP resulta desproporcionado mantener la vida de
una persona sin atender las circunstancias fácticas que la contornean.
Sostiene J. G. F. luego de preguntarse
“¿Podría, en algún caso, considerarse la alimentación parenteral como una
terapia desproporcionada, de tal forma que al enfermo se lo dejase llegar a la
consunción?. Nuestra opinión, que no coincide con la de todos los autores, es
que tal forma de alimentación es hoy tan “ordinaria” volvemos a la terminología
clásica que no puede permitirse que un enfermo muera consumido. El derecho a
alimentarse es tan ordinario en la persona, que nos parece no puede ser negado,
aunque sea a través de una forma “extraordinaria”, pero tan habitual hoy, como
lo es la alimentación por vía endovenosa” (“La eutanasia”, cuadernos BAC, nº 82,
Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1984, p. 20).
A. C. V. nos recuerda que la ley moral
nos impele a hacer el bien, absteniéndonos de obrar mal, es decir nos impone
deberes afirmativos y deberes negativos, considerando la omisión de un deber
como un acto, resultando culpables de la omisión si estábamos obligados a
hacerlo. Tras dejar sentado que “la omisión de tratamiento puede ser moralmente
mala si era un deber tratar al enfermo”, ejemplifica con la práctica de no
suministrar alimentos adecuados a niños que son defectuosos, con lo que, en
frase de John M. Freeman “los niños van muriendo de inanición sin hacer mucho
ruido”, para concluir en que “hacer aguantar hambre a alguien hasta que muera de
inanición, cuando se lo puede alimentar, con dificultad puede asumirse como la
inocente omisión de un acto. Tal proceder constituye más bien poner fin de
manera intencional a la vida de un ser humano”, añadiendo “Es cierto que estuvo
mal haber matado millones de judíos y cristianos en las cámaras de gas. Pero no
hubiera sido menos malo hacerlos morir por inanición. Desde el punto de vista
moral da lo mismo matar a una persona por medios activos o pasivos” (“Bioética.
Principales Problemas”, Ediciones Paulinas, 2a. ed., Bogotá, Colombia, 1990, p.
293, correspondiendo la cita de Freeman a “Ethics and Decision Making Process
for Defective Children” in doctor David Roy, ed. Medical Wisdom and Ethics
in the Treatment of Severely Defective Newborn and Young Children, Montreal:
Eden Press, 1978, p. 25)
Coincido con este pensamiento. Negar a
alguien en cualquier circunstancia el alimento es matarlo, lisa y llanamente
porque ninguna persona puede sobrevivir sin nutrirse, por lo que aquél
constituye más allá de cualquier disquisición de gabinete un elemento
absolutamente vital, tal como lo refleja con la contundencia de los
razonamientos simples el informe obrante a fs. 424 vta./425. Su administración
no responde en mi criterio estrictamente al concepto de terapia, sino a la
satisfacción por vías alternativas de una necesidad del cuerpo humano que carece
de toda vinculación sustancial con un estado de enfermedad. Cualquier paciente
que se encuentre en estado de inconsciencia, más allá del origen de ésta,
requiere ser debidamente alimentado. Tampoco podría concebirse que se le niegue
sustento a un demente por el solo hecho de que éste adolezca de extrema
debilidad o carencia de sus facultades mentales.
Ninguna cultura humanista, por más que
se alegue que una persona en esta situación no sufre ni siente, puede consentir
que una vida por añadidura joven se vaya extinguiendo o consumiendo lentamente
por abandono de sus semejantes.
Por el mero hecho de la alimentación no
se fuerza ningún órgano vital exigiéndole un esfuerzo desmedido, ni tan siquiera
se lo reemplaza, sino que por el contrario se posibilita su completo y armónico
funcionamiento. El alimento opera así como una suerte de combustible que
demuestra que el “motor” funciona, y que lo hace a satisfacción.
Volviendo a la pretendida existencia de
un “encarnizamiento terapéutico”, creo útil traer la opinión del eminente
cancerólogo y profesor de la
Facultad de Medicina de París Lucien Israël, quien hace
especial hincapié en declarar inicialmente que “para gran desesperación de
algunos de mis amigos católicos, judíos o protestantes, soy un agnóstico total
...” (“La Decisión
Médica. Sobre el Arte de la Medicina”, Emece Editorial, Buenos
Aires, 1983, p. 179).
Encuentra esta figura en los casos de
las agonías sufridas por el general Franco y el Coronel Boumedien podemos
agregar por la difusión que también tuvieron las del rey Hussein de Jordania y
Josip Broz, más conocido como el mariscal Tito a los que señala como de
ensañamiento terapéutico cometido por “médicos que renunciaron a su autonomía y
a su juicio ético para convertirse en simples instrumentos técnicos en las manos
de hombres de poder y de fantoches” (p. 176), agregando que su configuración,
entendiéndola como la aplicación de un tratamiento que no comporta ninguna
mejoría “es una eventualidad muy rara. Lo que se designa habitualmente bajo ese
nombre es más bien la obstinación terapéutica. Equívoco deshonesto y funesto. Si
se les dejara elegir a los enfermos, no cabe la menor duda que se decidirían por
la obstinación más que por el abandono. Jamás he recogido directa o
indirectamente ninguna opinión conteniendo este punto de vista” (p. 184)
Hallo en coincidencia con mi colega el
doctor Negri un fuerte matiz cosificante en el concepto “estado vegetativo”. Si
vegetar es conforme define el diccionario “vivir maquinalmente una persona con
vida meramente orgánica, comparable a la de las plantas” (Real Academia
Española, Diccionario de la Lengua Española, Vigésima
Primera Edición, España, 1996, voz “vegetar”) nos encontramos frente al
paradigma incomprensible de una vida humana que se vive sin vida.
La inescindibilidad del binomio cuerpo y
alma está reconocida expresa o implícitamente aún en aquellas expresiones que
sustentan el pedido de la actora, ya que utilizando una figura con la que
pretende graficar la situación afirma respecto de la paciente que “su alma está
encerrada dentro de su cuerpo, como un pájaro en una jaula” (fs. 448 vta.) e
incluso explícita que el sentido de su pedido tiene por fin que su esposa
“pueda, por fin, morir” (fs. 298) y “morir dignamente y no permanecer, en forma
indefinida y subhumana, en la vida vegetativa” (fs. 298 vta.). Es decir que el
propio actor no cuestiona la integridad del ser humano, en cuanto cuerpo y alma,
poniendo de relevancia la necesidad de un paso subsiguiente como es la muerte
para separarlos.
Ya sea en la posición de reconocer este
punto de inflexión para que se produzca tal separación que comparto , como en la
de aquéllos que piensan que muerto el cuerpo humano se extingue la vida no
reconociendo la existencia de alma, no puede aceptarse la existencia de vida
humana devaluada, o que merezca menor consideración que lo que se considera una
vida humana plena; o de una vida subhumana, como categoría intermedia entre la
vida humana y la muerte, olvidando que el derecho a la vida está ínsito en la
dignidad que merece cualquier ser humano, por más que haya sido alcanzado por
cualquier enfermedad o discapacidad, o que se pretenda que su “calidad de vida”
sea asaz reducida.
En este punto la Conferencia Episcopal
Española ha expuesto magistralmente que “la persona humana no es el mero
espíritu, al que convendrían las cualidades de la persona como sujeto: libertad,
responsabilidad, valor moral, etc., mientras que el cuerpo sería un mero objeto,
perteneciente al orden de las cosas, y por lo tanto carente de valor moral y de
dignidad merecedora de respeto. Si se incurre en este error antropológico, es
inevitable acabar defendiendo la eliminación de aquellos seres humanos a quienes
la cárcel de sus cuerpos defectuosos impide el desarrollo pleno de su humanidad.
Pero la persona humana no es un sujeto pensante y libre que se haya instalado en
un cuerpo; la persona humana es (también) cuerpo, y por eso el respeto a la
dignidad de la persona es absolutamente incompatible con la falta de respeto
radical al cuerpo, hasta el punto de suprimirlo por ser gravemente deficiente”
(“El Aborto. La
Eutanasia”. Planeta De Agostini, Madrid, 1995, págs. 126/127).
De allí que el nazismo haya llevado
adelante su acción criminal al aceptar “la teoría de las “vidas humanas sin
valor vital”, es decir las vidas que, por su precariedad, no merecen ser
vividas” (p. 126).
No puede aceptarse la degradación de la
imagen del paciente, que llega en algún caso hasta el extremo en que, situándose
la calidad de vida por encima de la propia vida, se reduce al ser humano a la
condición de “piltrafa vegetativa” cuando esa calidad degenera más allá de
ciertos límites (ver Ma. Dolores Vila Coro, “La Bioética en la Encrucijada.
Sexualidad, Aborto, Eutanasia”, Dykinson S.L., Madrid, 2003, p.
202, quien cita tal opinión vertida por Salvador Pániker, Presidente de
la Asociación
Derecho a Morir Dignamente, en Fibla, C. Debate sobre
la
Eutanasia, Pániker, S. “La Eutanasia Voluntaria: un
Derecho Humano”, Ed. Planeta S. A., Mayo 2000, p. 25).
c) Coincido con mis colegas en que todo
lo que se refiere a la disposición sobre el propio cuerpo es materia de derecho
personalísimo, y que la voluntad de cualquier tercero no puede suplir de ningún
modo la del titular de ese derecho.
No encuentro en cambio aceptable que esa
titularidad pueda ser desplazada mediante el apoderamiento a un tercero, ya sea
en forma especial, y mucho menos a través de un poder general.
Repárese que aún en alguna situación de
marcado carácter patrimonial se ha resuelto que nuestro derecho no admite el
reemplazo amplio de la voluntad del titular por entender que ésta podría verse
burlada. Tal el caso del otorgamiento de un poder genérico y anticipado para
suplir el asentimiento que prevé el art. 1277 del Código Civil. Si esto es así,
cuánto más inaceptable resulta esta forma de apoderamiento cuando el bien que
puede ser escamoteado es nada menos que la vida, valor precipuo que no puede ser
postergado en aras de ningún otro.
En ausencia de voluntad expresa del
titular del derecho, el único que puede y debe actuar conforme al Juramento
Hipocrático, que prestó para ser habilitado en el ejercicio profesional , es el
médico, quien debe aplicar correctamente las reglas del arte de curar procurando
el mayor beneficio para su paciente, todo ello bajo la responsabilidad que le
cabe en tal condición. Es el mejor interés del paciente el que debe guiarlo
inexorablemente en estos casos. De ningún modo puede atenerse a otros parámetros
siguiendo directivas que le impongan otro derrotero que no sea el de cumplir su
vocación de salvar vidas. Ningún parentesco ni proximidad con el enfermo
autoriza al que lo acredita a interferir en la decisión del profesional, quien
en todo momento debe ser el principal actor en este proceso y nunca convertirse
en mero ejecutor de órdenes impartidas por terceros, mucho menos cuando ellas lo
posicionan en la situación de simple verdugo de otro ser humano, para lo cual es
absolutamente legítimo que aquél oponga su objeción de conciencia.
Respecto de esta última, entendida como
el dejar de realizar el acto que una norma jurídica impone, por una excepción
que se reconoce al profesional que apela a otros valores más elevados, Marcos
Gómez Sancho, Presidente de la Asociación de Cuidados Paliativos
de España, afirma con razón que “es incuestionable que la objeción de conciencia
del médico no puede ser modificada por ningún juez” (cit. en conformidad por
Vila Coro, op. cit., p. 185, en Diario Médico, 25 de marzo de 2002).
En este sentido, las posibles emociones,
malestares y hasta dolores que pueden experimentar estos terceros, por más
sincera que fuere su expresión, no pueden parangonarse siquiera con la
posibilidad de que para mitigarlos se tronche una vida humana. No es posible
colocar en la misma balanza el sufrimiento de unos con la vida de otro.
Se invoca una especie de derecho que
podríamos denominar a no sufrir inútilmente.
Sin ingresar al análisis de la
intensidad del sufrimiento o congoja que puede experimentar una persona frente
al cuadro que presenta otra, podemos afirmar que de ningún modo puede
calificárselo de inútil, por cuanto el mismo debe ser siempre portador de una
esperanza. Detrás de todo drama, siempre existe la luz de una esperanza.
Por otra parte, como contracara de este
sufrimiento aparece la posibilidad del goce.
En palabras de R. T. refiriéndose en
este caso a los pacientes, “estos seres disminuidos, inválidos y doloridos, son
un beneficio inmenso para la sociedad, pues todos los progresos del arte de
curar, todos los adelantos de la pedagogía curativa, todos los cuidados de las
instituciones son fruto del amor y de la solidaridad humana que la presencia del
dolor y la enfermedad en el mundo, mantiene en continua actividad” (“Límites
Eticos de la
Reanimación” en “La Muerte en Medicina”; José A. Mainetti
Editor, Ed. Quirón, La
Plata, 1978, p. 191).
Vila Coro, a su turno, expresa que a la
vez que “la presencia de un ser querido a quien amar, cuidar y tratar de ayudar,
es también una experiencia gratificante para la familia que tiene que soportar
la carga, no precisamente ligera, de una persona en estado vegetativo o de una
criatura que ha nacido con grandes discapacidades” (op. cit., p. 207).
Respecto a la voluntad expresa del
paciente, sin ahondar en la cuestión relativa a que podría tenerse en cuenta en
otros casos distintos del aquí considerado, sobre la que no voy a abrir juicio
en esta ocasión, destaco que como bien ha quedado puesto de resalto, ella no ha
sido concretada en esta oportunidad. Obviamente, en este supuesto, por sus
características, la paciente no puede ejercitar el derecho a decidir sobre sí
mismo.
No me parece particularmente útil apelar
a decisiones producidas en el marco de sistemas jurídicos extranjeros, sin
previamente hacer notar que en muchos casos tales criterios son propios de
sociedades que no han priorizado la defensa de la vida como valor supremo, y que
por el contrario aceptan que ésta pueda ser dispuesta en ciertas situaciones
excepcionales, que ya no lo son tanto en la medida que se van extendiendo
progresivamente los casos aceptados como tales.
En sociedades que admiten la muerte de
seres humanos vivos para que no nazcan, por alegarse que su existencia
repercutirá en forma gravosa para quienes en rigor son sus semejantes, puede
resultar lamentablemente coherente que se acepte la eliminación de seres ya
nacidos que no se desea que vivan más por cualquier razón que se considere
socialmente válida, o que se determine que la continuidad de esas vidas humanas
carece de sentido para el resto de la comunidad, y que incluso se propicie su
eliminación como ocurre en el caso de ancianos y enfermos que hayan expresado su
deseo de no vivir más, y aún en el del castigo por la comisión de ciertos
delitos.
Pero no es éste el punto en nuestro
país, donde la vida es respetada desde la concepción hasta la muerte natural,
sin que nadie esté autorizado para interrumpirla en cualquier tramo por lo que
ni la comunidad, ni los amigos, ni los parientes, ni los médicos, ni los propios
jueces podemos hacerlo.
Creo en este terreno que aún tratándose
del mismo titular del derecho sobre su propio cuerpo máxime si hipotéticamente
se le reconociera el derecho a disponer de su vida no cabe atenerse a voluntades
pretéritas por él expresadas sino sólo a las actuales explicadas claramente
contando con capacidad para vertirlas y pleno dominio de sus facultades
intelectuales, en uso y ejercicio libérrimo de ellas, sin sometimientos al
designio de terceros o a violencia o presiones exteriores, con adecuada
información y conocimiento pleno de la situación a que se refiere.
No me queda en claro como puede alguien
prever con antelación a una situación extrema todas las circunstancias que
pueden rodearla, máxime frente a los cambios que la ciencia introduce
vertiginosamente en todos los terrenos y particularmente en materia médica.
Tal prevención es la que ha movido,
entre otras consideraciones, a J. L. a decidir hacer público por qué no ha
firmado un testamento de vida (“Por qué no he firmado un testamento vital” en
Florencia Luna Arleen Salles, “Bioética”, Ed. Sudamericana, 2a. ed., Bs. As.,
2000, p. 93).
Vila Coro destaca como uno de los
peligros que encierra el llamado testamento vital, que si el paciente previó que
no quiere someterse a medios extraordinarios y se sigue su directiva a rajatabla
tendría que dejársele morir aún cuando se le hubiera podido salvar sin mayores
complicaciones, mediante el sometimiento a técnicas que exceden las normales,
pero que son aptas para momentos de crisis, como son la ventilación y la
circulación asistida (op. cit., p. 189). Igualmente, cita a D. V. T. “que cuenta
con la experiencia de treinta años de desarrollo del actualmente denominado
testamento vital”, quien explica que “el médico está obligado en todo momento a
interpretar la voluntad real del paciente. Quien firma por escrito su negativa a
que le pongan un respirador quizá está pensando en la eventualidad de un cáncer.
Pero ¿y si ingresa por un accidente de tráfico y el respirador puede salvarle la
vida empleándolo unos pocos días?” (op. cit. págs. 217/218). Finalmente, señala
que “este experto considera que en los próximos años se producirá un resurgir
del principio de beneficencia, que se ha desplazado en la actualidad por la
insistencia en la autonomía” (op. cit., p. 218).
En ningún caso el testamento vital
podría ser entendido como un mandato perentorio para dejar morir y mucho menos
matar (aunque a veces la diferencia entre uno y otro caso, como ya dejamos
explicado, es ciertamente difusa) irreflexivamente a otro frente a ciertas
contingencias tales como enfermedades, dolencias, discapacidades o impedimentos
aún cuando estuvieran fijadas de modo taxativo y por más graves que sean, ya que
nadie puede ser obligado a cometer delitos, sea por acción o por omisión.
Considero que toda voluntad expresada
anticipadamente debería ser ratificada frente a la situación concreta en que se
requiere su actuación.
La mera conservación de la
exteriorización de esa voluntad sin que conste su revocación no autoriza a
asegurar que la voluntad allí expresada subsista incólume y sea la actual al
momento de invocarse su aplicación, en todos los términos en que fue redactada.
Me pregunto si este tipo de expresión
potencia realmente la autonomía del paciente, o encapsula su voluntad dentro de
un molde rígido que puede ir más allá de su propio deseo posterior, impidiéndole
en este caso modificar algo así como su propia sentencia de muerte, autoasumida
en circunstancias diferentes.
En una situación similar no sería lícito
interponerse en el camino hacia la muerte trazado por el suicida ya que nadie
podría interferir para intentar la revocación de su decisión letal una vez
comenzado aquel iter.
Una decisión de vida no puede
parangonarse de ninguna manera con una decisión patrimonial como sería la
efectuada en un testamento.
No me parece por otra parte lógico,
conveniente ni adecuado a la naturaleza y formación del ser humano predisponerlo
a una claudicación anticipada, muchas veces genérica frente al dolor y a la
frustración, intentando hacerle creer utópicamente que el máximo sufrimiento en
el transcurso de una vida y en definitiva el fracaso total de ella es la que
ocurre frente a un proceso de muerte, como si este no fuera el colofón necesario
de nuestra existencia.
Para Vila Coro “la salida “fácil” al
sufrimiento desalienta la investigación en cuidados paliativos” (op. cit., p.
207).
Por mi parte, considero que si se
utilizara la gran energía que recurrentemente se dilapida en prever cómo podría
eliminarse rápidamente a una persona frente a un proceso terminal que se
anticipa irreversible, en inculcar al gran público la necesidad de afrontarlo
con entereza y madurez, aprovechándolo para reflexionar sobre el valor de la
propia existencia, y de las posibilidades y alegrías que ella dispensa , aún
sobreponiéndose al dolor que ocasionalmente pudiera acompañarlo, se rendirá al
mejor homenaje al principal derecho humano: la vida, contribuyendo positivamente
a su reafirmación, en momentos en que el mismo se encuentra severamente
amenazado por prácticas totalitarias y avasallamientos sistemáticos.
Asimismo, se observará un notable avance
en el desarrollo de los cuidados paliativos, que son el mejor aliado que hoy por
hoy ofrece la ciencia frente al trance de la muerte.
Desde una visión negativista, todo
suceso doloroso que ocurriera en el transcurso de una vida podría ser también
evitado mediante el expediente de una pronta muerte, con lo que el hombre en su
afán de sortear todo sufrimiento podría encarar su existencia paradójicamente
procurando prestamente su óbito, perdiendo así su capacidad de enfrentar
cualquier situación azarosa susceptible de generarle penurias, abdicando de toda
iniciativa cuando el éxito no estuviera garantizado desde un comienzo.
Podría llegarse así a una virtual
entronización del suicidio o del deseo suicida.
La existencia de un pretendido “derecho
a la muerte” no puede ser sostenida si se lo entiende como la consagración de
una voluntad caprichosa de poner fin a la propia vida.
Si, cuando con ello se quiere expresar
que ninguna persona puede ser obligada a someterse a una sobrevida también
antojadiza y artificialmente forjada que obstaculice un inevitable tránsito
hacia la muerte natural.
Respecto a este tema nos ilustra Vila
Coro: “el Estado protege la vida humana como un bien de índole superior: procura
impedir el suicidio y la huelga de hambre. Hay otros derechos irrenunciables que
no tienen las características de drástica irreversibilidad que tiene el derecho
a la vida: a la educación obligatoria, a condiciones de trabajo higiénicas con
las medidas de seguridad previstas por las leyes, a no ser mutilado ... el
derecho no reconoce la eficacia de la voluntad que renuncie a estos derechos que
se imponen obligatoriamente ... El derecho a la muerte no puede derivarse del
derecho a la libertad, pues con el ejercicio de ese supuesto derecho quedaría
anulada la libertad ... Al ejercer el derecho a la libertad se realiza un acto
que no incluye la destrucción de la facultad de decidir ...” (op. cit., págs.
229/230).
Es que al ser la vida el presupuesto en
que se sustentan todos los demás derechos, la renuncia a ella trae
inevitablemente aparejada la supresión en bloque de aquéllos.
Lo anterior explica los casos en que el
Estado, como quedó dicho, obliga a los individuos a preservar su integridad
física v.gr. a través del uso de casco para los motociclistas, de cinturón de
seguridad para los automovilistas, de prohibición de ingreso a ciertos lugares
considerados peligrosos, etc.
d) Sin perjuicio de los argumentos ya
expuestos, el amigo o pariente en muchos casos puede elegir una vía
absolutamente divergente de aquélla por la que hubiera optado el enfermo, y más
allá de su buena intención dar una indicación absolutamente errónea, que de
ninguna manera podría motivar el sumiso acatamiento por parte del médico.
A. se refiere a las decisiones de los
parientes y enfatiza la necesidad de tener presente que no les asiste a ellos
una autoridad especial sobre los pacientes por razón de su relación, ya que
carecen de todo derecho para determinar la duración de la vida de los enfermos,
al igual que tampoco lo tiene el Estado (op. cit., p. 174).
Por otra parte, en la decisión pueden
pesar muchas veces circunstancias que no consultan tanto el interés del paciente
como el inconsciente y otras veces consciente deseo del decisor ante datos tales
como el prolongado transcurso del tiempo, el desgaste emocional que esto
inevitablemente conlleva, abultados gastos hospitalarios que genera la espera,
humanas y comprensibles expectativas patrimoniales o personales que pueden
seguirse como consecuencia de la muerte de una persona.
Es lo que motiva el interrogante que
plantea Vila Coro ¿Se aplica siempre la eutanasia (o en este caso el retiro del
sustento) movido por razones altruistas para ayudar al enfermo?. Al que responde
que en principio los que son partidarios de llevarla adelante se refieren a
enfermos terminales, pero que su objetivo es más ambicioso: extenderla a quienes
“suponen una carga para las familias y para la sociedad: los pacientes con
derrames cerebrales, esclerosis múltiple, daños cerebrales en general,
tetrapléjicos, enfermedad de Lou Gehrig, senilidad avanzada” (op. cit., p. 209).
e) En muchas oportunidades se menciona
que la vida que en el estado actual se le ofrece a la paciente es indigna.
Dada las circunstancias del caso y como
ya expresé, no advierto el porqué de dicho calificativo. Ninguna vida humana
puede ser tachada de indigna, y no percibo en las condiciones en que en este
caso se la lleva adelante que ellas puedan traer aparejada dicha tacha.
R. Spaemann nos recuerda sobre el
particular que “La dignidad del hombre es inviolable en el sentido de que no
puede ser arrebatada desde fuera. Sólo uno mismo puede perder la propia
dignidad. Unicamente puede ser lesionada por otro en la medida en que no es
respetada. Quien no la respeta, no se apropia de la dignidad del otro, sino que
pierde la propia” (“Lo natural y lo racional”, RIALP, Madrid, 1989, págs. 96/97,
cit. por Vila Coro, op. cit., p. 204).
T. califica de peligrosa “la afirmación
que sostiene que se pueden entregar las armas cuando la vida que se prolonga no
es humana, es decir razonable y digna”, por cuanto ella podría ser extendida a
los muchos seres humanos que sólo vegetan en hospitales, y que parecen carecer
de una perspectiva razonable para su vida, generando una fuerte tentación de
suprimirlos (op. cit., p. 190), para concluir que “La nobleza de la medicina no
está tanto en sus espectaculares adelantos científicos, cuanto en los valores
morales que deben poseer en alto grado sus profesionales. Estos valores humanos
impulsan al médico a no dar por terminada su misión cuando se lava las manos
diciendo: “no hay nada más que hacer”, sino a enfrentarse con la realidad de la
muerte que para la mayoría es el acto más importante de la vida, pues de ella
depende toda la eternidad” (op. cit., p. 192).
¿Cómo puede en efecto discernirse que
privarla del alimento necesario para subsistir es la mejor actitud que se puede
tener para con la paciente?. Si como se señala no sufre ni siente, en todo caso
el desenlace le sería indiferente, si no fuera porque es nada menos que su vida
lo que está en juego, sobre la que sólo ella podría decidir.
En la defensa de una persona que se
encuentra inconsciente ser débil que necesita protección debo colocarme en su
lugar más que en el de quien está destinado a atenderla. Puesto en esa
situación, creo que mi instinto de vida superaría cualquier voluntad eventual de
arribar a un deceso anticipado, máxime cuando el mismo debería producirse como
consecuencia de la falta de alimentación.
Ante cualquier duda me inclino por
considerar que mientras hay vida hay esperanza y que en tanto ella existe, lo
que hoy se detecta como irreversible mañana puede por propia reacción del cuerpo
humano o por la ayuda de la ciencia, revertirse.
T. previene que “Los adelantos de la
ciencia y de la técnica obligan al moralista de hoy a presentar con cautela y
casi con reserva, los principios enunciados hace veinte años por Pío XII. Así se
ha acortado mucho la distancia entre los medios ordinarios y extraordinarios
tenidos en cuenta para establecer y justificar la no obligatoriedad de su uso,
pues lo que antes era verdaderamente extraordinario, hoy es casi de uso
corriente” (op. cit., p. 189).
A su vez, Vila Coro, tras reseñar dos
casos ocurridos en el hospital de paliativos de San Juan de Dios, en España, en
los que sendos pacientes despertaron contra el pronóstico médico que los había
desahuciado de un coma profundo, después de 6 y 4 meses, concluye que “dada la
dificultad de solucionar situaciones como las mencionadas creo que, en caso de
duda, se debe apostar por la vida”, añadiendo seguidamente “Es una apuesta que
debe practicarse con mucho amor, requiere una gran dosis de generosidad y una
serie de virtudes que no florecen en demasía en nuestra sociedad de consumo”
(op. cit., p. 197).
En cuanto hace al concepto de
irreversibilidad que surgiría de los dictámenes y artículos médicos anexados al
expediente, el mismo debe ser necesariamente relativizado en función de que así
lo sugiere la autoridad que emana de los propios textos acompañados (así a fs.
236 y en su traducción a fs. 249 se consigna que es “sumamente improbable” que
vuelvan a recuperar el estado de conciencia; que el pronóstico de
irreversibilidad”está basado en probabilidades y no en absolutos”; que la
recuperación del estado de conciencia “no es probable”; que “es poco común”; que
“tienen poca posibilidad”; que son pocos los pacientes que han recuperado el
estado consciente luego de un estado vegetativo persistente; que existe “la más
ínfima posibilidad de recuperación”; que media una “casi certeza de
irreversibilidad”).
Particularmente expresivo en este
aspecto ha sido el reciente discurso (2 de abril de 2004) de Juan Pablo II sobre
Estado Vegetativo y Eutanasia pronunciado a los participantes del Congreso sobre
“Tratamientos de mantenimiento vital y estado vegetativo” organizado en Roma por
la Academia
Pontificia para la Vida y la Federación
Internacional de Asociaciones de Médicos Católicos, en el que
expresó categóricamente que “no hay que olvidar o subestimar que existen casos
bien documentados de recuperación, al menos parcial, incluso a distancia de
muchos años, hasta el punto de que se puede afirmar que la ciencia médica, hasta
el día de hoy, no es aún capaz de predecir con certeza quién entre los pacientes
en estas condiciones podrá recuperarse y quien no” (ver
www.juanpablosegundo.com.ar, Link Discursos).
En cuanto a la calidad de vida (CDV) que
se intenta presentar como disminuida en la paciente considero útil remitirme a
la reflexión que allega A. “Un paciente en fase terminal aumenta progresivamente
la modestia de sus aspiraciones a la CDV; a medida que su enfermedad avanza,
la exigencia inicial de una vida activa deja paso a una existencia sin dolor y
sin graves limitaciones, y sucesivamente a la aceptación de un número cada vez
mayor de renuncias, hasta el punto de considerar el simple hecho de vivir como
el único o casi único tesoro por el cual se ofrecen o se abandonan todas las
otras cosas” (op. cit., p. 162).
Israël, por su parte, se refiere a las
incertidumbres de hecho que siempre rodean las decisiones que buscan terminar
con los sufrimientos y señala que “Todos los médicos han presenciado, sea
resurrecciones inesperadas en situaciones consideradas finales, sea mejorías
temporarias, inesperadas, apreciadas por los interesados ... Impedir que eso
ocurra es cargar con una responsabilidad bien grande...” (op. cit., p. 177) y
con respecto a quienes omiten realizar cualquier esfuerzo frente al cáncer dada
su certeza íntima de la inutilidad de efectuarlo puntualiza que “al abstenerse
desconocen las realidades, es decir el progreso y apartan a los enfermos de
sendas que encierran una promesa, que cada vez con más frecuencia se cumple”
(op. cit., p. 182)
Si por un momento se me representa que
al negar comida y bebida puedo estar matando a mi semejante, de ningún modo
puedo hacerlo.
f) En la pugna del interés individual de
la paciente por una parte, y por la otra el de quienes hoy alegan un sincero
sufrimiento con motivo de la situación de aquélla, corresponde inclinarse
decididamente por el primero, ya que en él se encuentra involucrado el valor
vida, lo que no ocurre con el segundo. Ni aún la defensa de un valor social o
familiar justificaría su prioridad sobre el individual, si para otorgársela
hubiera que hacerlo a costa de la vida de quien representa este último.
g) De ningún modo puede afirmarse máxime
frente al mayor peso que tiene el derecho a la vida de la paciente que existe un
derecho correlativo de un tercero en peligro que justifique su necesidad de
acabar con aquél.
h) Quedó ya dicho que el acelerado ritmo
de los avances científicos no permite eliminar toda posibilidad de que la
solución que se estima hoy médicamente insoluble no pueda hipotéticamente ser
revertida.
Baste mencionar al respecto los
progresos que registra la ciencia médica en materia de tratamiento del SIDA
(Omar F. Hiruela y María del P. Hiruela de Fernández en “El Denominado
“Testamento Vital” y el Derecho a Morir Dignamente”, “Jurisprudencia Argentina”,
2004 IV, fascículo nº 5; “Bioética”, Bs. As., 3-XI-2004, p. 29, nota 45),
ejemplifican sobre estos avances que hace menos de 10 años la neumonía por
Pneumocystis carinii en un paciente con SIDA y sin apenas T 4 era
contraindicación para ingreso en UCI Unidades de Cuidados Intensivos , pues era
predictor de terminalidad). i) No parece viable que en nuestro sistema jurídico,
hoy claramente refractario a la admisión de la acción que se pretende, pueda
dictarse norma alguna que permita arribar a una solución distinta.
j) El bienestar de la colectividad no
puede edificarse sobre el sacrificio de la vida de seres humanos enfermos,
discapacitados, ancianos o marginales.
Aunque alguno las califique de “vidas
improductivas” o “vidas sin sentido” o “vidas inútiles” o “molestas”, son vidas
humanas y corresponde que sean respetadas con toda la dignidad que merecen como
tales, debiendo procurarse en todo caso su plena integración comunitaria en la
forma más adecuada a sus posibilidades.
Cuando el conjunto social desprecia al
individuo considerándolo sólo como un número irrelevante, fungible e incluso
prescindible, junto con tal despersonalización aparece con su faz más descarnada
el rostro del totalitarismo.
La improductividad u onerosidad
económica que pueda seguirse de tal situación debe ser asumida en estos casos
solidariamente por el colectivo social, que no puede por el contrario coligarse
para eliminar físicamente a los componentes que estima no le son útiles.
En el caso, de ningún modo aparece
probado que los familiares, o el Estado en eventual subsidio de los mismos,
carezcan de la posibilidad de brindar sustento a la
paciente.
4. Debo hacer una última referencia
atento a la mención contenida en los votos precedentes respecto de la necesidad
de nombramiento de un curador ad litem de la señora S. .
Coincido con tal exigencia, aún cuando
advierto que todo retroceso en la marcha de este proceso sólo producirá
perjuicios para la totalidad de los involucrados en el mismo.
Por ello, considero que una causa como
la presente reclama que esta Corte asuma en plenitud su rol de justicia de
protección, teniendo en cuenta la posición de marcada debilidad en que por las
circunstancias apuntadas se encuentra la señora S. , no pudiendo permanecer
neutral sin que ello implique abdicar de su imparcialidad frente a la situación
de cada uno de los litigantes, manteniendo un activismo que le posibilite
arribar a un juzgamiento equitativo e igualitario (que consagre lo que se ha
dado en llamar la igualdad real) de las partes en el proceso.
5. En lo atinente a las opiniones
vertidas a fs.185/187, considero que las mismas no comprometen la posición que
sobre el tema sustenta la Iglesia Católica, quedando
reducidas a meras expresiones personales frente al discurso pronunciado por S.S.
Juan Pablo II quien sí por su jerarquía asume el Magisterio dentro de esa
Institución con fecha 2-IV-2004, con un claro sentido contrario a aquellas
afirmaciones, lo que deja en absoluta orfandad la solitaria alegación de derecho
contenida en la demanda. Por ello considero innecesario extenderme sobre el
planteo de la eventual influencia de tal pensamiento respecto del Estado.
Por lo expuesto, con fundamento en lo
establecido en los arts. 33 y 75 inc. 22 de la Constitución nacional; 11 y 12
de la Carta
Magna provincial; 4 inc. 1 de la Convención Americana de
Derechos Humanos; I de la Declaración Americana
de los Derechos y Deberes del Hombre; 3 de la Declaración Universal
de Derechos Humanos; 6 inc. 1 del Pacto Internaciónal de Derechos Civiles y
Políticos; 6 inc. 1 de la Convención
Internacional sobre los Derechos del Niño y lo concordante que
surge del voto de los Ministros que me precedieron, careciendo en consecuencia
de todo sustento los agravios formulados por la recurrente, se impone su
rechazo, por lo que voto por la negativa. Con lo que terminó el acuerdo,
dictándose la siguiente
S E N T E N C I
A
Por lo expuesto en el acuerdo que
antecede, de conformidad con lo dictaminado por el señor Procurador General,
respecto del recurso extraordinario de nulidad, se lo rechaza. En cuanto al de
inaplicabilidad de ley, por mayoría de fundamentos, también se lo rechaza (arts.
289 y 298,
C.P.C.C.). En atención a la naturaleza de la cuestión
resuelta se imponen las costas por su orden en todas las instancias (art. 68, 2º
ap., Cód. cit.).
El depósito previo de $ 2500 efectuado a
fs. 491 queda perdido para el recurrente (art. 294, Cód. cit.), debiendo el
tribunal dar cumplimiento a lo dispuesto por los arts. 6 y 7 de la Resolución 425/2002
(texto resol. 870/2002).
Notifíquese y devuélvase. Dres. HECTOR
NEGRI, FRANCISCO HECTOR RONCORONI, DANIEL FERNANDO SORIA, JUAN CARLOS HITTERS,
LUIS ESTEBAN GENOUD, HILDA BOGAN, EDUARDO JULIO PETTIGIANI, Magistrados. Dr.
ADOLFO ABDON BRAVO ALMONACID, Secretario
* Publicado por el
Diariojudicial.com, 14 de febrero de 2005